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El Nobel tiene su encanto [2ª parte]
Rolando Gabrielli
30/12/2015


Hijo Ilustre del Zanjón de la Aguada

Relegada al baúl de los recuerdos, se gestaba en un lugar que cuando niños lo conocíamos como peligroso, tenebroso, el dormitorio del hampa, el Zanjón de la Aguada. Se hablaba del lugar con respeto y temor, como un infierno que atravesaba con sus aguas y criminalidad 27 kilómetros de Santiago del oriente al poniente. Un lugar donde hasta los sueños eran informales. La memoria es un viaje y la infancia acuña esos recuerdos verbales, historias de maleantes en ese submundo de la pobreza y las callampas, un lugar del cual debíamos estar distantes y no distraernos porque podríamos ser sorprendidos por lanzas y cogoteros (asaltantes). En esa cuna de la marginalidad, pobreza y delito, nacería uno de los cronistas chilenos más relevantes y reveladores de la surrealidad de un Chile dictatorial sumergido en más de lo mismo. Pedro Segundo Mardones Lemebel, conocido como Lemebel, quien sacudió no sólo la crónica urbana con su palabra valiente, destemplada, sino también la pacata sociedad chilena que miraba con los ojos cerrados sus distintas realidades. Lemebel rescató la sombra de la sombra sin dejar de ver las pequeñas cosas significativas que se iluminan en la oscuridad.

Svetlana Alexievich Svetlana Alexievich Svetlana Alexievich

Crónicas para destapar, despertar, hacer memoria, construir espacios de diálogo, descubrir, revelar, enfrentar, desmitificar, oxigenar y en una palabra para respirar. Lemebel utiliza todos los recursos posibles, de atrás para adelante y viceversa, no hay complejo en su espejo vitriólico. Ponía a sudar marginalidad a la palabra y siempre fue más allá del lenguaje, puso el cuerpo. Performer, reemplazó la escena del crimen por el delito de hablar de frente; decir su verdad a contrapelo de su tiempo y ser el notable cronista que fue no le sirvió para ganar el Premio Nacional de Literatura, el lauro más codiciado de las tierras mapochinas. El Hijo Ilustre del Zanjón de la Aguada, el pelusón Pedro Segundo Mardones, alias Lemebel —una de Las Yeguas del Apocalipsis—, desnudó el Chile fértil y se pintó de guerra en tiempos de la dictadura militar. Transformó la crónica en reina de todas las primaveras, frente a los cuarteles, ante las locas de Chile, no tuvo el complejo del qué dirán, se instaló en su trono de abeja reina y repartió su miel por el Reyno de Chile, de Arica a Magallanes, como una colocolina destemplada.

Monsiváis, la crónica viva de México

La crónica no tiene dueño, es radicalmente libre, crece en las geografías más extremas, en los peldaños de las escaleras que no van al cielo, porque este género humilde, ninguneado, se defiende como gato de espalda de la realidad áspera que pisa.

Carlos Monsiváis, como pocos, se adentró en todos los Méxicos posibles. La crónica fue su instrumento en el viaje por la mexicanidad, humanismo herido tan poco dócil hasta nuestros días. Por lo que cuenta la leyenda urbana, Monsiváis era la crónica viva de México, la enciclopedia popular azteca deambulando por el DF con la invisibilidad de la presencia, de un gran seductor de la palabra en todos sus matices y profundidades. Tuvo palabras, frases, aforismos, dichos, invenciones, teorías, imaginación, humor —respuestas a todo tipo de acontecimientos, situaciones, personas, hechos, realidades y ficciones—, descripciones filosóficas, metafísicas, para todo México, porque la visión de su mundo fue verdaderamente pantagruélica, insaciable, desbordante, inabarcable. Si bien era un admirador de la Biblia, aunque no creía en ella, este icono azteca escribió sus propias sagradas escrituras.

Le decían Monsi, vivía rodeado de gatos, se considera uno de ellos —”sin elasticidad, sin gracia y sin siete vidas”—, era un felino elusivo, pero nadie como él describió, sintió, vivió el DF, esa bomba atómica humana, su “demasiada gente”; descubría a diario “la perfección del aislamiento”, la “multitud que rodea a la multitud”. Escribió Los rituales del caos, un libro de parábolas, que enseña, escudriña, fisgonea la vida y la muerte en y de la ciudad, ese espacio que el hombre común y corriente le arrebata a las multitudes, donde el codo es un símbolo de la supervivencia.

La crónica pone el ojo sobre la palabra y todo lo demás es la realidad en curso. Monsi delira con el DF, patea sus calles, lo asume como si sólo ella existiera para vivir su caos, su prolongación infinita, su eterno mundo ferial, una atmósfera que la grita y vocea por los rincones más anónimos, insignificantes. Es ese monumento infinito y devastador, espacio aparentemente alejado de la mano de Dios, que emerge desde la gran soledad del bullicio, de la estética del dolor y la felicidad barroca, de lo cual Monsiváis nos habla desde el hacinamiento, ese multiplicador de realidades. En el DF todo es colosal, es un monstruo de millones de gargantas, insaciable, devora su propia realidad y la reinventa en la próxima esquina, a pleno pulmón respira el futuro aunque no exista.

Para un cronista de la estirpe de este icono mexicano no hay un tema que no sea de interés para él y pueda ser objeto de su observación y escritura. Fue sin duda un gran lector, disciplinado, entusiasta, atento a la literatura, al cine, a la sociología urbana, a las enseñanzas de las revistas populares, si no del propio DF como fuente de la cultura viva. Dice Monsiváis de uno de los barrios más tradicionales y populares de la capital mexicana, el Tepito: “Aquí uno se acuesta pobre y se levanta más pobre”. Una afirmación que no tiene fronteras; puede ser de un barrio de Guatemala, la India, Colombia, Egipto, Rumania o Grecia. La pobreza no tiene dueño y crece hasta en sueños.

Monsiváis fue un cronista que usó todos los sentidos, su propia piel, para radiografiar el DF, el México esencial, raizal, popular, siempre desde la diversidad, asumió y se sumió con fervor en la topografía citadina al mando de su propia brújula, un agrimensor de la palabra y caminó los pasos de veinte millones de mexicanos, respiró como ellos, hizo los mismos viajes, se hizo espacio en el gran espacio y corazón de las multitudes.

José Emilio Pacheco, Sergio Pitol y Carlos Monsiváis  Jorge Luis Borges, Miguel Capistrán y José Emilio Pacheco en imagen de 1973 Foto Rogelio Cuéllar

Cortarle las alas al viento

Lo conocí de paso por Panamá, en una conferencia muy mexicana, nos enseñó el humor mexicano y la importancia de la cultura de su país —crónica que está registrada—, y sólo hablamos unos minutos flanqueados por una funcionaria diplomática del país azteca, que parecía un muro ante mis preguntas, cuyas palabras la salvaban por la cabeza y los hombros y llegaban a un Monsiváis agazapado como el gato que quería ser. La crónica se hizo sentir, se expresó con la voz del cronista que hablaba de otro cronista y simplemente la titulé: “Monsiváis, de Cantinflas a Tin Tan”, y otra nota póstuma: “Carlos Monsiváis, poeta del alma mexicana”.

Volvió a su DF, procedente de una pequeña ciudad que se perdería en la gran matrioska que representa esa urbe inabarcable, que ni el ejército más grande del mundo podría rodearla y sin que si disparase un solo tiro en el bullicioso México.

La crónica no es un oficio reporteril, abrir una grabadora y que las luciérnagas comiencen a prender sus luces. Observación, investigación, pasión, memoria, historia, sueños, humor, geografías, arquitecturas, compromiso con la realidad y la ficción, poesía, la crónica tiene un vasto mundo propio, carece de fronteras, es un horizonte ilimitado, un espejo de lo que somos y podríamos ser. Monsiváis, Hemingway, García Márquez y Lemebel, fueron cronistas de excepción, estuvieron en el terreno en distintas épocas y algunos de ellos coincidieron en el tiempo para escribir desde una óptica diferente sobre temas que les apasionaban. Prestigiaron la crónica, le quitaron el desdén de un público y de los escritores ninguneadores del género. Rescataron con ello quizás lo sin importancia, lo marginal, recobraron tal vez cierta pobreza literaria perdida proustianamente, descubrieron la gracia y la belleza de este patito feo de la literatura.


La crónica es un híbrido, renueva el periodismo

La crónica es un híbrido entre el periodismo narrativo y la prosa literaria. Acepta, pienso, todas las innovaciones posibles propias de la narrativa literaria que nadie podrá encerrar en una jaula o cortarle las alas al viento. El periodismo también se renueva y en esta época digital, mediática, banal, engañosa, de abismos y desencuentros, la crónica tiene un lugar privilegiado para hacer historias basadas en hechos, conocimientos, investigación y contexto.

García Márquez y Hemingway fueron periodistas de raza y escritores que conmovieron a sus lectores, vivieron y narraron grandes historias y también la fiesta de palabra.

En la actualidad, y en tiempos del periodismo súbito, el selfie es la información visual más espontánea, rápida y quizás difundida, como lo es el periodismo escrito del Twitter, que quisiera parecerse al grito de Munch, pero que no es más que un balbuceo de 140 caracteres. YouTube es la lectura clásica de este escenario líquido, aparentemente inocuo. Instagram, ese espejo celoso que nos mira y no pierde cámara ni oportunidades. Es la alegría de la vanidad. Y no olvidemos el WhatsApp, esa magia de los pulgares para conectar tanta soledad instantánea junta y una obsesión de pertenencia a alguien.

En esta era de la aparatología digital, la idea pareciera ser manejar con una fuerte dosis de arterioesclerosis, parálisis de la palabra, hasta sepultarla o cuando menos congelarla en el vacío. El mundo mediático redobla sus escalofriantes tambores de guerra en cualquier lugar del mundo. Tiene mucha letra menuda, sobre todo quienes usan la imagen como espectáculo y la palabra como conquista de las mentes distraídas.

Carlos Monsiváis El escritor y periodista Ernest Hemingway en Pamplona Gabriel García Márquez Pedro Lemebel

La crónica con imaginación inimaginable

García Márquez, Monsiváis y Lemebel, radiografiaron lo que a simple vista no se ve, el lado oculto, subterráneo de la sociedad, pero también la geografía humana en la simpleza del alma popular y sus días comunes y corrientes. Los hechos estuvieron presentes, la memoria, los acontecimientos políticos, la historia, el humor, la dura superficie de la realidad, y el trío, a fin de cuentas, vivió su época y tiempo inmerso en la cotidianeidad, aunque el colombiano, premio Nobel, escribió una de las novelas más revolucionarias del habla castellana. El mito de Aracataca abrió otros caminos además de la crónica con imaginación inimaginable, aunque Lemebel también fue novelista. García Márquez y Hemingway fueron periodistas de raza y escritores que conmovieron a sus lectores, vivieron y narraron grandes historias y también la fiesta de palabra.

En ellos, para efectos de esta nota, la crónica vistió sus mejores galas en París, Roma, Madrid, Bogotá, Caracas, Barranquilla y Cartagena de Indias, tierra Caribe.

Del epilogar

La imagen, que pareciera ser que nunca miente (está de moda y en uso), advierte con la fotografía en primer plano de quién se acreditaría el codiciado Nobel de Literatura este 2015, que juega a su propia suerte los últimos dos meses de su año. Una periodista bielorrusa, nacida en Ucrania, Svetlana Alexievich, cronista de historias sacudidas por el horror en los territorios de la llamada Cortina de Hierro, casi desconocida en español, y muy recomendada por la casa de apuestas británica Ladbrokes, obtuvo el lauro sueco, como si todo hubiese estado escrito para la ocasión. El periodismo y la crónica se pusieron a tope como oficios y géneros en alza, lo que resulta interesante para quienes ejercemos la profesión y la crónica, especialmente. Por lo general cuando ocurre un anuncio de esta naturaleza la gente, los lectores, vuelcan su mirada al autor, a sus libros y al género en que fue premiado. Dejé pasar un tiempo prudencial, desde que escribí esta nota el 8 de octubre, horas antes del fallo, para pulsar la repercusión internacional. Fuera del anuncio, algunos periodistas festejaron el hecho, que ha sido uno de los más silenciosos que he conocido para un evento de esta envergadura. Ni el más ubicuo de los ubicuos tamboriles del mundo occidental ha salido aún al paso a festejar este lauro y se ha quedado más bien en la vida de societé.

El mosaico puso los rostros

En la imagen hay otros rostros, un mosaico para escoger y acompañar al jurado, a los académicos a tomar la decisión. Forman parte de los favoritos, aunque hay más que no han posado para esta gráfica arbitraria y personal. Y entre ellos asoma casi oculto un rostro de una inmensa levedad, como lo es el del checoeslovaco Milan Kundera, un novelista que no requiere mucha presentación y cuyo peso literario pudo ser reconocido en Suecia por una obra vasta existencial. Se refleja en este collage por el Nobel el judío Amos Oz, un escritor que va más allá de una historia que festeja su error. Haruki Murakami roba cámara en el collage, era uno de los favoritos, con una obra no tan universal para algunos que piden algo más trascendente y único, original, un aporte que no lo borre el viento de sus propias palabras. El poeta sirio Adonis, siempre a la expectativa por orden del azar, y ahora en el centro de la catástrofe del Medio Oriente, como si la geografía no importara y la poesía menos. Es un viejo candidato y un poeta que representa con solidez la poesía de su tiempo: “Tal vez la intuición me ayude y me guíe un fulgor de memoria / pero es inútil que investigue la delgada hebra, inútil que junte una cabeza, dos brazos y dos piernas / para descubrir la identidad del muerto”. En realidad son tantos los muertos que la vida produce asombro. Pueden ser unos 700 los candidatos recomendados al premio Nobel de Literatura, pero a los académicos suecos les guiñan el ojo unos cinco o seis y sobre ellos se concentran por a, b, c razones que no siempre son las razones de la crítica, de otros escritores o del público interesado. El collage del Nobel tiene más rostros, hay una mujer con cara de distraída y ojos que no parecieran estar mirando algo específico cuando se cala ese sombrero alón que distrae totalmente su imagen. Es Joyce Carol Oates, quien encabezaba la lista de autores norteamericanos como Philip Roth, cuyo país no recibe un Nobel desde hace 18 años. África ha recibido más premios nobeles de la Paz que de Literatura; quizás la paz de los millones de africanos muertos en la conciencia europea. Esta vez tuvo tres candidatos que no llegaron a la meta: el keniano Ngugi wa Thiongo, el somalí Nuruddin Farah y el nigeriano Ben Okri.

No los veo en el mosaico, no porque sus rostros sean oscuros, invisibles quizás, sino porque no estaban entre mis posibles favoritos. ¿No hay Nobel para tanto escritor? Lo importante es seguir escribiendo, los premios no deben ser los objetivos fundamentales de un escritor. La mirada del Nobel debiera ser hacia dónde apuntan y qué reflejan, qué nos dicen las palabras.

¿El Nobel es líquido o sólido? Depende de la textura del lenguaje y de las páginas escritas con veracidad. Siento que la crónica captura la sombra y la degrada en toda su oscuridad para que veamos qué representan las palabras.

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DATOS DEL AUTOR:


Rolando Gabrielli (Santiago de Chile, 1947). Estudió Periodismo en la Universidad de Chile. Ejerció hasta el 11 de septiembre de 1973 en su país. Fue Corresponsal Extranjero en Colombia y Panamá (1975-79). Funcionario Internacional, experto en la industria bananera, encargado de estrategias para los ocho países de la región miembros de la UPEB, Editor de la publicación científico-técnica y económica, con circulación en 56 países, columnista de la revista alemana D+C (1979-89). Escribe para varios periódicos panameños como Analista Internacional y trabaja en el programa de la Unión Europea-PNUD, Tips On Line, mercadeo de oportunidades empresariales vía Internet. Asesor en estrategias empresariales, editor de Suplementos especializados, ha trabajado y lo hace actualmente en marketing. Autor de los poemarios Entre paréntesis, amor, y Los poetas de Chile, ambos editados en Colombia.