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Índice de libros prohibidos
Carlos Yusti
13/04/2007


La iglesia, en su función de institución terrenal, sujeta a férreos código éticos y morales, siempre ha marcado la pauta en eso de aplicar castigo al cuerpo para penalizar los desvíos del espíritu. Para comprobar semejante aseveración sólo es necesario hojear en el libro de la historia y rastrear, a lo largo de toda la Europa medieval, los tristemente célebres juicios y procesos para localizar brujas, realizados por la Santa Inquisición, especie de organismo policial encargado de infundir terror y aplicar escarmientos a quienes se desviaban de los preceptos religiosos. De igual manera la iglesia estuvo siempre a la vanguardia en eso de la burocracia, la corrupción y la censura. Sin mencionar sus trámites, algo viscosos, y no siempre santos, para frenar cualquier avance en el campo científico. Sólo hace algunos años la iglesia ha reconocido de forma pública la injusticia cometida durante el proceso, de hostigamiento y constricción, desatado, de manera implacable, contra Galileo Galilei, hombre de ciencia que se atrevió a ratificar que la tierra no era el centro del universo y que sencillamente se movía.

A pesar de todos los garrafales errores de sangre y persecución cometidos por la iglesia esta ha tenido la virtud de sobreponerse y de renacer, en este milenio que termina, como un ave fénix. Todavía hoy es poco tolerante y aferrada a ciertos dogmas prosigue tan ceñuda y peligrosa como antaño. Por ejemplo el aborto es un pecado que no tiene discusión de ningún tipo. Hace poco un cura en uno de nuestros pueblos ha sido excomulgados. El presidente Hugo Chavez no podrá visitar al Sumo Pontífice en Roma porque es divorciado.

La iglesia, en la antigüedad, además de perseguir herejes se dedicó con cierta impecable eficacia a la censura. Obras de arte y libros no han escapado al ojo censor de la iglesia.

Para la iglesia los libros que atentaban contra sus creencias eran arrojados a la hoguera, o eran seleccionados para formar parte del INDEX LIBRORUM PROHIBITORUM. El índice que poseo, del año 1940, llegó a mis manos a través de mi profesor de bachillerato Humberto González. Me obsequio el Índice a sabiendas de interés por esos libros tachados como prohibidos. Al saber que un libro estaba señalado por la censura entonces más me interesaba. Savater ha escrito: ‘Por razones eclesiales se prohibían los libros críticos contra la religión cristiana y sobre todo con la Iglesia católica, así como las obras licenciosas (¡qué paradoja semántica, prohibir la licencia!) El Índice de libros prohibidos, residuo del Santo Oficio, continuaba tan vigente como la Bula de la Santa Cruzada: cuando yo cursé la carrera de filosofía en la entonces llamada Universidad Central y hoy la Universidad Complutense de Madrid (en la segunda mitad de los años sesenta), (…) La censura nos vedaba el acceso a muchos libros, pero también servía para revelarnos a contrario con sus interdictos los autores más dignos de ser buscados…' En mis años de estudiante el regalo de mi profesor me sirvió de guía para leer a ciertos autores colocados en la lista negra por conservadurismo religioso más rancio. El Índice me ayudó a sistematizar mis lecturas prohibidas.

    

En el prefacio del Índice, escrito por el cardenal Merry del Val, puede leerse algunas justificaciones sobre el porque de la existencia de un compendio de libros prohibidos. En un aparte del hay un argumento bastante singular: ‘No se diga que la condena del libro nocivo es una violación de la libertad, guerra a luz del verbo y que el Índice del libro prohibido es un atentando al progreso de la literatura y de la ciencia’. Más bien, según palabras del cardenal Merry, el Índice, busca ahogar la difusión de esos libros que difunden errores doctrinales, siempre perniciosos para la delectación sana de la religión. Además, la lectura de ciertos libros puede conducir a la perdición del alma. Por ese motivo no es legítima la difusión de libros contrarios a la religión y a las buenas costumbres.

El libro como corruptor de conciencia es el argumento que la iglesia arguye para ejercer la censura en cierto tipo de literatura. Los libros siempre han tenido enemigos de cuidado. Hoy día, a pesar de que se ha rasgado bastante el velo religioso que envolvía aspectos de nuestra vida cotidiana, los mitos en torno a lo perjudicial que pueden ser los libros no cesan. Recientemente un canal juvenil de televisión acusaba a los libros de ser responsable de la destrucción masiva por armas nucleares y otras barbaridades por el estilo.

Entre los libros y autores que hallamos en el Índice tenemos:

Descartes Renatus con ocho obras. Voltaire y su Dictionnaire Philosophique portatif. Denis Diderot con dos obras, también encontramos a Alexandre Dumas, padre e hijo. Así mismo encontramos a Víctor Hugo, Flaubert, Saint Beuve, Balzac, Savonarola, Spinoza y su Tractatus theologico-politicus. El Índice tiene 507 páginas y abarca más de trescientos autores y como quinientas obras.

Hojear el Índice me recuerda la frase de otro gran censor del siglo de las luces llamado Malesherbes: ‘un hombre que hubiese leído únicamente los libros publicados con expreso consentimiento del gobierno estaría casi un siglo por detrás de sus contemporáneos’. Si nos abstenemos de leer los libros citados en el Índice de seguro que los retrasos de varios siglos hubiesen sido irrecuperables. La lección de todo esto es que la censura en cualquier contexto que se instaure, como un recurso para preservar las buenas costumbres, es una soberana idiotez. La expresión y el debate abierto son las mejores armas para combatir el pequeño censor que cada cual tiene escondido muy adentro. Incluso los demócratas más vociferantes a veces pierden la compostura y creen que la censura es el método más efectivo para preservar sus logros democráticos. La tolerancia es un logro cultural difícil de alcanzar, a causa de la intolerancia se desatan las guerras. Hay que ser tolerantes hasta con los censores, los cuales todavía andan a la caza de brujas, de libros impíos y de autores llenos de desviaciones políticas, eróticas y religiosas. Por eso uno prefiere a cien herejes equivocados, que a un censor convencido de su alta misión por el bien de la humanidad.