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Este oficio de encofrar palabras
Carlos Yusti
25/06/2006


“Nunca se debe decir nada que no sea más bello que el silencio”
Proverbio árabe


Mi padre fue carpintero de la construcción y aunque era analfabeta, apenas dibujaba su firma con gran belleza, tenía una habilidad innata para leer planos de casas y edificios. Bueno este hombre, un tanto tosco, me dejó como herencia una incalculable enseñanza.

Cuando no asistía a la escuela debido a las vacaciones mi padre me llevaba a su trabajo. Para mí todo era un juego. Mi padre me equipaba con un martillo y yo jugaba a trabajar. Recorría el techo donde se armaba todo el encofrado de madera para vaciar el cemento y construir la placa. Mi padre más que tenerme como ayudante lo que pretendía era que viera lo duro de su ocupación. No por casualidad me decía siempre: 'Debes estudiar y así te libraras de hacer este trabajo que hago'. Perdí la cuenta de las veces que me repitió la misma frase. Era como un estribillo. La frase jamás me abandonó. Por supuesto que cursé estudios y fui un alumno bastante bueno. En el transcurso de la primaria y secundaria me interesé por la literatura. Poco a poco las palabras me fueron ganando. Hoy he publicado cuatro libros. Escribo para algunos diarios y revistas tanto del país como del extranjero. Hoy me pregunto cuál habría sido la reacción de mi padre, que hubiese opinado sobre este oficio de escribir.

La escritora española Rosa Montero ha puntualizado que hay mucho de artesanal en eso de escribir, que el asunto no pasa de ser un modesto machacar de las palabras hasta dejarlas suaves, hasta hacerlas precisas de la misma manera que el carpintero lija una y otra vez la silla que acaba de fabricar hasta convertirla en madera útil y bella.

Mi padre se encargaba, junto con una cuadrilla de obreros que él comandaba, de armar todo el encofrado de madera y cabilla con una dedicación de relojería. Me enseñó de manera práctica el valor de su trabajo rudo y artesanal. De la misma manera como él se aplicaba en la construcción de casas y edificios, así mismo lo hago yo en el momento de escribir una frase, un párrafo o un libro.

Trabajar las palabras hasta encontrar la belleza de un texto, hasta dar con la metáfora irrepetible nunca es un quehacer elemental. Hay que leer mucho. Es necesario perderse (y encontrase) en el laberinto de páginas escritas por otros escritores para adquirir ciertos trucos, para alcanzar determinadas claves en eso de vérselas con las palabras. Todo escritor es un compendio de pasión y de precisa manipulación del lenguaje. Dejarse el alma en cada frase es la tarea cruda de este oficio.

A uno le gustaría escribir cuestiones graves, poéticas u originales. Pero a veces la pasión, el talento, la emoción y el sentimiento faltan. A veces nuestro espíritu no tiene el nivel apropiado que las circunstancias exigen y entonces todo lo que se escribe viene flojo, deja ver sus costuras, deja al descubierto los trucos, mal aprendidos, que se emplean para llegar al punto final. En otras ocasiones la luz del corazón iluminar mis zonas oscuras, los odios diurnos que cabrean, mis prejuicios y esos pensamientos no tan limpios que en ocasiones me asaltan y entonces lo que escribo aparece en la pantalla de la computadora con inteligente fluidez.

Pienso, después de todo, que mi inclinación por la escritura fue gracias a mi padre y a madre. Cada uno a su modo me proporcionó las herramientas necesarias para encontrar en la literatura un sentido pleno de goce. Después del sexo la literatura le brinda a la vida un sabor inigualable.

En los albores de la civilización occidental los escribas, señores de las palabras, eran individuos que para los demás hombres eran seres con un don especial, los cuales poseían poderes sobrenaturales. Las palabras tenían un rango mágico. Si un escriba señalaba a cualquier hijo de vecina con una frase, o con una palabra, el señalado sabía que tenía sus días contados. A los escribas aparte de miedo se les tenía un inmenso respeto y una consideración los situaba en la escala más alta de la sociedad. Hoy la escritura no comporta para quien la realiza prerrogativas especiales. No por ello nunca deja de aparecer algún engreído que se siente por encima de los demás debido a que es capaz de articular en el papel algunas frases con una mínima coherencia. En ese sentido también abundan los estudios que buscan convertir el hecho de escribir en un oficio para iniciados. Los más avanzados se apresuran a prescindir del autor y convertir todo en un hipertexto donde cualquiera puede apropiarse de las ideas y frases que necesite.

También hay las personas que creen a fe partida que escribir colinda más con una afición de fin de semana que con un oficio serio y responsable, por lo cual ni se molestan en pagarte tus textos y mucho menos tus desvelos con las palabras. Así mismo hay quienes piensan que a la escritura van sólo los vagos y los bohemios más conspicuos. A pesar de todo esos mitos y de todas las humillaciones más viles uno va al papel a encofrar vocablos, a bregar con las palabras por razones espirituales. Aunque los enemigos te certifiquen como un Corin Tellado de la crítica biliosa.

Los seres humanos estamos trajeados de palabras. Vivimos para comunicarnos entre sí. Las palabras van y vienen y más que decirlas nos dicen, dan cuentan de nuestra ignorancia, de nuestra sensibilidad. Quizá mi padre se hubiese sentido orgulloso, debido a que a fin de cuentas un escritor tiene sólo sus manos y un corazón para tratar de escribir cosas más bellas que el silencio.