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Jorge Alberto G. Fernández

Adagio, una sinfonía de color y pasión

No es la primera vez que abrimos las ventanas para asomarnos a la obra artística de Willson. De cerca hemos seguido su carrera insipiente y cada colección, así lo sentimos, nos deslumbra más que su predecesora. La solidez va haciendo cuerpo, inexorablemente, en la obra de este joven artista, que desde sus inicios nos ha ido asombrando con su rico talento, al tiempo que, - no sabríamos decir si de modo conciente o no, - nos va dando las pistas necesarias para que descubramos lo inquieto y profundo de su filosofía personal llena de rebeldías e inquietudes y alejada de todo conformismo frugal.
Adagio, más que un movimiento, se nos antoja toda una sinfonía colorida de pasión, pues lenta, suave, como en un lamento, tiene que deslizarse la mirada por sus lienzos virtuales para no perderse los agudos detalles, las sutilezas y denuncias de un discurso que se compromete con lo más auténtico y profundo de sus aspiraciones, necesidades, carencias y frustraciones; matizado de confidencias que no pocos serían capaces de descodificar. No habrá Piedra de Rosetta esta vez para el espectador ingenuo. Quien se acerque a la obra plástica de este artista con una mirada ajena al contexto social que lo rodea no puede percibir la riqueza expresiva de toda su entramada simbología en la cual se zambulle abiertamente convirtiendo su propia imagen, desnuda en todos los sentidos, en un jeroglífico más, portador de un mensaje de auxilio a aquellos que lo puedan avistar. A quien la imagen no bastare, el título complementará.
Y como muestra de respeto ante el honesto creador, que se despoja de máscaras y dobleces para confesarnos su preciada intimidad: ¡Bravo! Es lo único que nos resta decir, y levantarnos y aplaudir conmovidos, en cerrada ovación, el Adagio de su sinfonía plástica que nos regala esta vez.