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art XX-XXI
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El graffiti
Mario Rodríguez Guerras
21/08/2011


El grafiti, expresión más alta del sentimiento de la cultura underground, se ha concedido a si mismo derecho de ciudadanía en nuestra cultura. Una de las causas de esta usurpación es la falta de una adecuada definición de lo que es el arte, que provoca que hasta los auténticos artistas nos presenten trabajos que, según un criterio más riguroso o, si se quiere, según un gusto más clásico, no se sabría si incluir entre una alta conquista de la humanidad por haber encontrado una nueva forma de expresión o entre la basura que debe ser eliminada por la mañana después de la fiesta de presentación para que su presencia no moleste a las nuevas visitas. (Es de sobra conocido que en la exposición de Damien Hirst en la galería Mayfair, a la mañana siguiente de su inauguración, el personal de limpieza tiró la obra a la basura pensando que eran los restos de la fiesta. [Nota 1]).

    

Otra de las razones es el derecho a ocupar una propiedad ajena, ya sea de dominio público o privada, aunque sea modificando su apariencia, con la disculpa del ejercicio del derecho a la libertad de expresión. Se trata de justificar todas aquellas formas que establecen la supremacía de lo social cobre cualquier otro principio porque lo social representa el número y se pretenden establecer principios contrarios a los existentes mediante el uso del número. Este exceso de un supuesto derecho constituye una perversión tanto de la forma como de la esencia, o como se dice cuando se trata de esta cuestión, del fondo y de la superficie. El acto físico consiste en la alteración de una propiedad ajena, y las razones que se dan, la libertad y la cultura, se consiguen mediante una tergiversación de la razón.

El éxito, o su aceptación general, no indica la validez del acto sino que tal éxito se debe a la conveniencia de defender una postura con unos argumentos que se desea se consoliden para poder esgrimirlos estos defensores en su beneficio cuando llegue el caso de defender sus posturas, sabiendo que se les ha allanado un camino que ellos deben recorrer.

Nuestra mejor defensa: si esto es arte llévatelo a tu casa, ha quedado destruida cuando no solo los compradores privados sino las instituciones públicas han adquirido estas obras y las cuelgan en sus paredes. Aunque no son exactamente esas obras, sino que ellas fueron la base para una expresión posterior. En cuanto a los museos, adquieren aquello que destaca y que, en cuanto nuevo, hoy se tiene por superior. En cuanto a los compradores, se dejan asesorar, por lo que todo el mérito es de los marchantes que les excitan hasta el éxtasis ante un mercado que provoca no solo la subida de sus inversiones, también el deseo, supuestamente original, de poseer. En caso de duda, léase la teoría de Deleuze sobre la producción social del deseo.

El derecho del no artista a profanar con sus manchas propiedades ajenas se trasforma en el derecho a profanar, con cualquier tipo de expresión, verdades más consolidadas y a ponerlas en tela de juicio. Un juez carente de criterio, que no es capaz de advertir las diferencias, establece la igualdad de todas las formas de expresión y se refugia en una referencia, en el concepto arte, dentro del cual puede parecer aceptable incluir toda manifestación plástica. Si esto es arte, si esto es comparable a La Gioconda, entonces ¿Quién puede negar que mis palabras, bien que a veces carezcan de argumentos, se limiten al exabrupto, se apoyen más en una actitud violenta, y en acciones agresivas, tengan también derecho de ciudadanía, deban ser atendidas y, en consecuencia, reconocidos los derechos que con ellas se reclaman? Si ha quedado establecido aquel derecho del arte underground a llamarse arte mediante el uso de unos argumentos y unas posturas sociales que se han admitido, nada impide que ese mismo mecanismo obre el milagro de trasformar todo lo que toque, no ya en arte, ni en oro, en algo mucho más valioso: en un derecho social.

    

No todo el mundo se atreve a llamarse artista, pero todo el mundo defiende las posturas más extremas del arte, aquello de lo que se duda represente la más alta expresión del sentimiento del hombre, y se hace sabiendo que con tal proceder se menoscaban los argumentos, las instituciones y las personas que lo defienden. La ilusión por una nueva era del arte que nadie ha definido solo significa la intención de cerrar definitivamente todo lo anterior con la justificación de que para el futuro se disponen de mejores medios que aquellas antiguallas que carecen de utilidad y que si en su día la tuvieron fue porque en tiempos pasados la escasa evolución social y científica no les pudo proporcionar otra cosa mejor.

Estos hombres no saben lo que quieren pero saben lo que no quieren. Se percatan de que todo lo que desprecian no es otra cosa que el antiguo poder pues hoy el poder no es el de antaño ganado mediante la acumulación victorias y que para mantenerle se requería una tensión constante. Hoy el poder se tiene con una papeleta. Por eso, no se quieren hombres fuertes ni que representen la fuerza, lo que se precisan son hombres comprensivos que estén libres de antiguos prejuicios, que, como ellos, no crean que la fuerza es una virtud, hombres que sepan que lo único que precisa la sociedad actual son acuerdos, solo acuerdos. No: el gobernante no precisa fuerza, ni astucia, ni mantener la tensión pues la tensión significa la disposición a la acción, solo precisa ser un hombre sensato y comprensivo capaz de aceptar lo que se le pide, pues no se le pide más que lo que en buena lógica corresponde. Este planteamiento se puede realizar porque previamente se había ensanchado el concepto de arte para que pudiera alcanzar las propuestas que tenían que satisfacer las necesidades de un nuevo espectador. Posteriormente, el todo vale del arte se ha extendiendo, como principio ya consolidado, a los demás aspectos de la actividad social, lo que pudiera significar… o una nueva consideración del arte.

    

Los que no se quieren engañar saben desde hace tiempo que el error no es una objeción contra una postura, que lo importante de los actos es la moral que defienden, si se prefiere, los principios que representan. Si un pirata muestra amor hacia sus hijos, ¿debemos por eso justificar la piratería? Si un policía mata a un inocente ¿debemos disolver esa institución? Los principios se manifiestan en actos, de la misma forma que las ideas en fenómenos, pero el hombre vulgar, que reduce todo acto a un concepto, desprecia la idea. Un fenómeno no es más que el resultado de mostrarse una idea en unas circunstancias concretas; cambiemos las circunstancias y cambiarán los resultados. Del conjunto de fenómenos antiguos conocíamos la idea antigua. De los fenómenos actuales no queremos conocer la idea actual, queremos limitarnos a sus manifestaciones, cuyo significado ya habíamos conseguido establecer, porque con ellas podemos convencer.

El hombre quiere embarcarse en la aventura de buscar nuevas posiciones ideológicas, quiere dejar los antiguos territorios que siente inhóspitos, cuyo aire le asfixia. Estamos ante un ser que se siente natural, un ser no sujeto por normas y quiere una sociedad sin ataduras. Desoye las advertencias porque dice que, como ser natural, su instinto sería capaz de percibir el peligro si estuviera cerca. Nada le quita al avestruz, salvo su soberbia o su ingenuidad, de sacar la cabeza de la tierra para comprobar que no es cierto que venga el cazador. En el fondo duda de su seguridad y no quiere comprobar que está equivocado porque tendría que renunciar a la fiesta de despedida del barco y de la emoción de la travesía a ninguna parte: se justifica en que no soportaría someterse a otras condiciones que las que su naturaleza reclama. Pero este ser que presume de natural se ha cuidado de elegir el mejor barco, el más moderno y el más veloz: El Titanic. El resultado de su elección no producirá ninguna conmoción que lleve a dudar de las creencias, al contrario, en este caso el fenómeno será alabado como manifestación circunstancial de la causa que se defiende, y las víctimas elevadas a la categoría de mártires otorgando valor superior a esa causa por la que algunos entregan sus vidas.



Nota 1: KUSPIT, Donald.: El fin del arte, Akal, Madrid, 2006.