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Pierna obstinada
Andrés Mauricio Muñoz
03/02/2008


Un extraño hormigueo en la pierna izquierda, que me fastidia desde hace varios meses, parece decirme que mi pierna está de más en este cuerpo. Lo sé ahora mientras espero el momento de cruzar la calle. La primera vez que apareció, yo estaba tomándome una cerveza con Tatiana la noche en que, por fin, creí que me revolcaría con ella en la misma cama donde todas las noches la pensaba. Ella, un poco prendida, hablaba y me contaba de Tato, que ya no sentía ni mierda y que, aunque le hacía falta que la chocholiaran, se iba a tomar un tiempo sola. Mientras hablaba, yo trataba de interesarme o mostrarme interesado mientras estiraba y encogía mis dedos dentro del zapato. Esa noche finalmente no estuve con ella. Varios días después, con un hormigueo similar, tuve que esforzarme en mantener la concentración mientras rítmicamente penetraba a Eliana. A ella nunca la deseé pero todo me salió como servido en bandeja: un papayazo. Ella, aunque creo que lo disfrutó, sí alcanzó a notar que el balanceo de mi cuerpo no era natural; preguntó que por qué tiraba parte de mi cuerpo para un lado y dejaba el otro como excluido de la escena. No sé mucho de fisiología femenina, pero imagino que el recargar mi cuerpo sobre un solo lado pudo influir en la presión que hacía mi miembro sobre su vagina. Algo así como que alguno de sus pliegues vaginales saliera estafado con el desbalanceado rozamiento. Por esos días el hormigueo se presentaba manejable; me explico, era una sensación como de hormigas laboriosas que ordenadamente circulaban desde la punta de mi pie hasta mi rodilla. Ordenadas y consideradas, pues entre todas sólo conseguían producir un leve adormecimiento. La mayoría de las veces bastaba un simple estirar y encoger el pie dentro del zapato; un roce de la piel contra la suela interna era suficiente. Otras veces era necesaria una sucesión despiadada de palmadas sobre la pantorrilla para contener la marcha obstinada de las hormiguitas.

El problema se presentaba, según una escueta estadística que elaboré, cada dos o tres días. Aparecía principalmente después de las comidas; no las de la cena, quiero decir, unos minutos después de la ingesta de cualquier tipo de alimentos. Por eso era la primera de las clases del día, que por lo general era de matemáticas, la que sufría las consecuencias de mi desatención; aunque leve el hormigueo, no podía concentrarme. Después, siguiendo estrictamente el orden en que eran afectadas, venía la clase de psicología; esta aparecía en la lista gracias al pastel con gaseosa que siempre me comía en el descanso. Por último tenía que soportar esa incomodidad en la clase de sociales, luego del almuerzo; aunque en este caso debo reconocer que era precisamente el hormigueo el que me mantenía despierto, a diferencia de mis compañeros que de cuando en cuando sacudían sus cabezas en violentos movimientos o despertaban ante un ronquido desproporcionado. Sin embargo, mi problema, que poco a poco empezaba a reconocer como parte de mi pie, ya lo había dicho, no se presentaba a diario.

Un par de semanas después tuve que rechazar una invitación de Tatiana. Ella quería que charláramos, esta vez en su apartamento. Mientras me explicaba que estaba preparando una lasaña y quería que abriéramos un vinito que su tío había traído de Argentina, yo metía y sacaba mi pierna de un platón con agua fría; según mi abuela, eso era bendito. El hormigueo era casi insoportable; prácticamente no sentía el pie. Por esos días las hormigas habían arreciado su ataque. Esa vez comencé a sentir odio por el hormigueo, por mi pierna y rechazo por mis padres, mis amigos y mi abuela. Le dije a Tatiana que no, se lo dije con cierto tono hosco, como asegurándome de que no repitiera más su invitación. Al comienzo me encerré en mi habitación y opté por prescindir de todo tipo de alimento o bebida, como no fueran las cervezas de las que me proveí antes de iniciar con mi confinamiento. Un par de días más tarde, tuve que hacer entender a papá, mamá y hermana que me dejaran en paz, que no se metieran en mi vida, que tenía derecho a encerrarme así nomás, sin mediar explicación ninguna, y no comer y no hablar y no salir y no absolutamente nada. Sin embargo, a los dos días, tuve que salir e ir a la nevera a buscar algo de comida para no morir de hambre. Estando lleno nuevamente, pude continuar mi encierro por unos días más. Papá y mamá, por esos días, no me dijeron absolutamente nada. Para ellos era como si yo ya no existiera. Fue mejor así. Las hormigas, un poco controladas ante la condena de inanición a que habían sido sometidas, hicieron un poco llevaderos esos días. Sin embargo una mañana, mientras soñaba que un gallo de la finca de papá agarraba mi pierna a picotazos, desperté y las descubrí marchando, como locas, desesperadas; y, peor aún, descubrí que habían alcanzado el muslo, arriba de la rodilla, donde antes no se atrevían a pisar. Me levanté asustado y caminé, me pisé fuerte con el otro pie, me palmoteé, me pellizqué; nada sirvió. Salí entonces y comí todo lo que pude. Mientras comía no dejé de preguntarme si existiría alguna técnica de control mental donde uno pudiera dirigir y ordenar en qué partes del cuerpo los alimentos dejarían sus nutrientes. Yo debía comer, lo necesitaba; mi pierna, sin embargo, debería continuar bajo el rigor del régimen de hambre.

Aunque no quería hablar con nadie dejé que papá me llevara a donde un médico internista. El señor, que acababa de llegar de Italia donde se había especializado en problemas de circulación, atribuyó el problema a la falta de calcio y con unos garabatos sobre el papel que le entregó a mi papá y una invitación para volver en quince días, dio por cerrado el asunto. Sin embargo las hormigas parecían alborotarse con la leche. Me enloquecían. La situación en la casa cada vez era más tensa: papá no soportaba ya más mi estúpido encierro en la habitación; mamá, quien hasta el momento había sobrellevado la situación con cierto aire de tranquilidad, ya comenzaba a presentar los primeros síntomas de desagrado y eso resultaba evidente cuando me hablaba o me miraba; mi hermana, la más indiferente a todo, estaba mamada de que yo la gritara por cualquier cosa. Mi temperamento se tornó un tanto irascible.

Una tarde, mientras veía televisión, escuchaba a papá golpeando la puerta de mi cuarto; a mamá diciéndole que me dejara, que era seguramente el estrés de la nueva vida en la universidad; a mi hermana hablando con su novio. Trataba de concentrarme en un tipo que, en la pantalla del televisor, manoteaba y miraba fijamente a una muchacha: su novia, amante o esposa quizá; pero el televisor, que se había dañado por un controlazo que le di, no producía ningún sonido. El tipo agitaba sus brazos furioso y la gritaba, por perra, por puta, por miserable, por indolente, porque toda la mierda del mundo se concentraba en esa mujer que lo miraba como diciéndole que no a todo. Las voces de papá, mamá, mi hermana, el sonido de la puerta, las hormigas que seguían obstinadamente un camino ya delineado a lo largo de mi pierna y el tipo en la pantalla manoteando hicieron que mi cuerpo, en un merecido acto de defensa y como instinto de conservación, quisiera expulsar el hormiguero por la boca a través de un alarido que logró que todos instantáneamente se callaran. No soporté el encierro y, desde esa tarde, salía de la casa muy temprano y sólo volvía hasta la noche; caminaba por la ciudad arrastrando mi pierna. Siendo sensato, mi pierna seguía a mi cuerpo, a un cuerpo que ya no le pertenecía, a un cuerpo que la rechazaba, a una masa de carne a la que sólo se sentía unida por los tendones que la arrastraban en muchas direcciones. Sentía las miradas de la gente; era obvio, era natural, en las vitrinas de los almacenes yo mismo podía percibir mi caminar ladeado, mis pasos inseguros, mi pierna que se aferraba a mi cuerpo obstinada en perseguirlo.

En un espejo grande, a la entrada de un almacén, analicé la situación. Primero observé a un par de caminantes que desprevenidamente entraban en él. Del ejercicio pude concluir que el acto de caminar se logra con una sucesión de movimientos básicos. El primero: una pierna se contrae, se despega del suelo y se estira hacia delante acompañada por el brazo que le corresponde. El segundo: la otra pierna, que había permanecido atrás, se contrae y se estira hacia adelante acompañada de su brazo y procurando caer siempre adelante de la otra; de tal manera que, siempre, brazo con brazo y pierna con pierna están en extremos diferentes. La repetición mecánica de estos movimientos, de manera acompasada, permite que la gente se desplace, que vaya de un lugar a otro, que camine. A continuación, tratando de camuflar el ejercicio dentro de una rutina espontánea, entré y salí del almacén mirándome disimuladamente en el espejo. Mi caminar era abiertamente diferente al caminar de todos: primero, mi pierna derecha se contraía con naturalidad y se estiraba hacia adelante acompañada de su brazo; segundo, la pierna izquierda, que había permanecido atrás, seguía atrás mientras mi brazo izquierdo se lanzaba hacia adelante; tercero, cuando mi pierna derecha, que había interiorizado el ejercicio, iba a lanzarse nuevamente hacia adelante, la pierna izquierda, sintiéndose olvidada, se lanzaba, sin contraerse, rápidamente en busca de la otra. También pude percibir que la caída del pie no era natural: primero el talón luego la planta y finalmente la punta; no, mi pie caía de planta sobre el piso. Adicional a esto detecté que mi pierna no caía adelante de la otra, caía en el mismo punto. De esta forma cada paso me ponía nuevamente en posición de inicio, como cuando en los scout gritaban ¡Firmes! Y todos juntábamos los pies.

Mi pierna me había sometido al escudriño general. Todos me miraban como a un bicho raro. En mi vida recordaba haber visto en la calle muchos tipos raros: locos, cojos, mancos, personas incompletas, gente deforme. Sin embargo no recordaba haber reparado en ellos, o ver que repararan, tanto como lo hacía cada una de las personas con las que me cruzaba. Algunos fijaban su mirada en forma descarada. Otros complementaban su sutil mirada a mi pierna con un extraño gesto. En otros, a la mirada de la pierna seguía un levantar de la cabeza para buscar mis ojos y mirarme de manera compasiva. Otros fingían no mirar, pero la agudeza de mis ojos los descubría mirando de rabillo. Traté de no pensar en ello y seguir mi deambular hasta que poco a poco la luz del día cediera a la penumbra de la noche. Caminaba. Me sentaba en los parques. Hacía largas filas en los bancos y, llegado mi turno, simulaba un gesto de olvido y auto reproche y me marchaba. Me sumé a una marcha de protesta. Me montaba en un bus de Transmilenio hasta el final de su ruta y me regresaba en otro. Me subía a los buses, en ellos pude comprobar que todos intuían que yo iba a comenzar a contar mis desgracias, cantar o vender alguna mercancía para pedir dinero. Di de comer a las palomas en la plaza de Bolívar. Vendí minutos de mi celular en una esquina para abastecerme de dinero. Cedía por plata mi lugar en las filas para obtener el pasado judicial o el pasaporte. Me sentaba por horas en cualquier esquina para ver las acrobacias de los artistas de semáforo. Caminaba, si ese extraño ritmo pueda colgarse de ese nombre, desde la 72 hasta el Parque Nacional y luego me devolvía, como quien desanda su camino. Todo era válido con tal de no estar en casa, con tal de no tener mi mente totalmente concentrada en el dolor, en ese hormigueo fastidioso. Los días transcurrían y la sensación cada vez era más insoportable. Quería tomar un bus, subirme y que mi pierna se quedara sobre el andén, abandonada y mirando cómo me marchaba. Quería que las palomas, a las que alimentaba, entraran con frenesí en una histeria colectiva y agarraran mi pierna a picotazos y de tanto picotazo lograran desprenderla. Así transcurrieron varias semanas. No volví a clases en la universidad. Todos mis días han sido una réplica exacta de los otros. Hoy todo es diferente.

Esta mañana desperté y creí que aún soñaba. No había hormigueo. No sentía nada. Después esa momentánea placidez se disipó un poco al comprobar que era literal el no sentir nada. No sentía la pierna. Mandé instintivamente mi mano hacia ella pero ahí estaba. No supe si atribuirle a ese instante de comprobación una sensación de regocijo o de de desilusión. El hecho es que la pierna estaba ahí y no el hormigueo. Me paré. Fui al baño y mientras caminaba observé la forma en que lo hacía. Mi peculiar estilo de caminar no había desaparecido. Mi cuerpo seguía con su obstinación de no reconocerla como parte de él; y ella, obstinada en no aceptarlo. Salí como ha sido mi costumbre. Caminé por la ciudad. Hoy he tratado de romper con la rutina. Nada de filas. Nada de presenciar espectáculos. Vender minutos. Nada de nada. Igual los días anteriores me han dado suficientes provisiones de dinero. Regresó el hormigueo. He tenido tres peleas.

Todo comenzó cuando yo, cansado, decidí tomar un Transmilenio cerca de la estación de la calle 100 con autopista. Compré mi tiquete y esperé. Los dos primeros no pude abordarlos porque venían totalmente llenos. En el tercero descubrí un pequeño espacio en el que yo podía acomodarme y así lo hice. Cuando la puerta se cerró escuché una voz que salía de entre esa masa de cuerpos hacinados: ¡Una silla azul, por favor! La gente, de manera instintiva, buscó con sus ojos a los ocupantes de esas sillas y los miró con ojos de reproche. Ninguno de ellos se movió. La voz apareció de nuevo y esta vez mi mirada pudo encontrar la dueña de la boca que la producía: una señora bajita y un poco tetona que con sus dos manos se aferraba a uno de los tubos. ¡Por favor, señores, una silla azul, hay un discapacitado! Y la boca, la misma que yo miraba en ese instante, me señaló varias veces. Yo era el discapacitado. Un señor se paró y me hizo señas que siguiera, que me sentara; lo hizo de manera amable, aunque un poco apenado por las miradas de los otros que no supe si eran de envidia o de reproche. Mientras yo descendía hasta la silla no sabía si agradecer a mi intercesora, que seguía aferrada al tubo, o si mirarla como a un culo. ¡Discapacitado yo…malparida! Pensé en ese momento, el mismo en que escuché que alguien, al lado de la puerta, mencionó que si no éramos capaces de valernos por nosotros mismos para qué salíamos. Me indigné. Mientras ya sentía el calorcito que el amable señor había dejado en la silla traté de mirarlo y que él correspondiera la mirada para putearlo entre dientes. No era mis derechos los que defendía sino los de aquellos con los que me estaban confundiendo. Me indigné más. Me paré y le pegué. La gente empezó a gritar. Yo le seguí pegando en la cabeza mientras él se agazapaba. Una mujer, que seguramente venía con él, me pegaba con algo muy blando. Pasaron unos segundos y yo ya empezaba a cansarme de pegarle a esa cabeza. La puerta se abrió y yo salí corriendo. Salí de la estación y corrí. La gente me miraba de manera extraña. En medio de la carrera observé mi pierna y vi cómo reproducía su peculiar movimiento pero de manera ágil. Mi pierna era torpe pero veloz. Por ningún motivo se dejaría abandonar, corría desesperada tras de mí. No sé cuánto corrí y en qué momento mi cuerpo se tiró sobre el césped de un separador al lado de un semáforo; sólo sé que cuando mi cuerpo y mi pierna despertaron, una fila de carros esperaba impaciente un cambio de luz, y un hombre, 'desplasado por la violensia', me miraba mientras levantaba del pecho su cartel. Todos somos desplazados, pensé; intuí que yo también debería colgarme un cartel y contarle al mundo que un enjambre de hormigas se obstinaba en desgarrar mi pierna, en desplazarme para todos lados. Me alejé, caminé mucho. Mi pierna seguía fastidiándome con su entumecimiento, con sus malditas huéspedes caminando de un lado para otro.

En ese instante un odio visceral se apoderó de mí. Un odio por todo y por todos. Por mi pierna. Por mí, por mi familia. Empecé a escupirlo mirando mal a todo aquel con el que me cruzaba. En cada esquina vaciaba una caneca repleta de basura. Empujé a una pareja de novios con mi brazo. De un manotazo le boté el cono a un niño. Me oriné a la entrada de un almacén. Con cada escupitajo de mi odio sólo escuchaba gritos que venían de todas partes. Le tiré al piso el gorro a un anciano. Arrojé el bastón de una señora lo más lejos que pude. Robé una hamburguesa a un repartidor de domicilios. Me comí la hamburguesa. Recibí una paliza del repartidor; el tipo me golpeó por todo lado menos en mi pierna izquierda, que se mantuvo al margen. De un empujoncito hice perder el equilibrio a una niña que sobre los hombros de un niño, un poco mayor, intentaba en un semáforo un acto circense. Me enfrasqué en una guerra de muecas con un niño que me miraba desde la ventana trasera de un carro. Llegué a la esquina donde días atrás vendí minutos, saqué mi celular para llamar a casa. Un hombre, con otro celular en la mano, se acercó y me dio un empujón. Esa era su esquina, me decía. Le di una patada. Él se devolvió y me lanzó otra con fuerza. No sentí nada porque levanté mi torpe pierna para que recibiera el golpe. Nadie dijo algo. Me fui. No era mi negocio. Todo en la ciudad, excepto yo, marchaba con normalidad. Todos ejecutaban mecánicamente su rutina. Era una obra de teatro. A nadie le importaba nada más que reproducir el papel que le había correspondido. La ciudad no era más que un tablerito por el que muchas fichitas caminaban, se cruzaban, se esquivaban. Yo era una ficha más. Mi pierna era otra ficha más que me seguía; su rutina era seguirme para todos lados, fastidiarme. En ese momento, iluminado por una fuerza superior, comprendí lo que pasaba, entendí el mensaje de la vida; había un asidero lógico a la razón de las hormigas en mi pierna, al motivo que las movía a fastidiarme la vida con su correr alocado por mi pierna y su obstinación por no dejarme en paz. Cinco años atrás una herida en el muslo se había infectado. Me herí en un paseo cuando me caí de un caballo y, como estaba en una finca, sólo puse alrededor de la herida una venda. Dos días después, al regresar a Bogotá, el médico retiró la venda y descubrió una gangrena incipiente. ¡Has podido perder la pierna! Dijo ¡Un día más que te demores y hubiéramos tenido que amputar! ¡Ves! Me dijo mi amiga Adriana ¡Y tú que no querías venir, por ti allá estarías, irresponsable! Todo me resulta claro. Mi pierna tenía que haber sido amputada ese día; el destino me había trazado una vida sin mi pierna. Mi vida estaba diseñada para vivir sin ella después de ese día, para acostumbrarme al vacío que dejaba. ¡Ves! Le digo ahora en mi mente a Adriana ¡La cagaste! Desde ese día mi vida se había partido en dos dimensiones: la vida que debí haber llevado, con sólo una pierna, y la vida que tuve por culpa de Adriana, con mi pierna izquierda en su lugar pero ahora rechazada por el cuerpo. Las hormigas no son más que un mecanismo de defensa para indicarme que la pierna debe ser expulsada.

No hay ninguna duda; el hormigueo, que me fastidia desde hace varios meses, me dice ahora que mi pierna está de más en este cuerpo.

Cruzo la calle. Camino hasta la setenta y dos con avenida caracas. Ahí está la ruta del Transmilenio. Cruzo. Me siento en la pequeña división amarilla que separa su ruta de la de los carros. Oigo pitos. Gritos. Un policía se aproxima a mí. Espera porque uno de los Transmilenios va a pasar. Veo el Transmilenio aproximarse. Cada vez más cerca. Un instante antes de cruzar, saco con fuerza mi pierna izquierda a ras del suelo y echo el resto de mi cuerpo para atrás. Cierro los ojos. No siento nada. Sólo escucho gritos. Luego unas llantas que se arrastran. Abro los ojos y veo que mi pierna ya no está. Miro alrededor. La alcanzo a ver unos metros más allá. Siento que me mira triste con un ojo que parece haberle salido a la altura de la rodilla. Me recogen. Me corren hacia un lado. Me veo tirado en una esquinita del tablero de esta ciudad de figuritas. Todas han detenido su marcha y me rodean. He cambiado la rutina. Un tipo a mi lado se lleva las manos a la cabeza. Espero. El hombre llora y agita sus manos desesperado, como tratando de explicar algo. Sigo rodeado de figuritas. Una ambulancia llega. Me suben. Antes de arrancar alguien, que ha recogido mi pierna, la pone a mi lado en la camilla. Paso mi mano sobre ella con algo de cariño. La aparto un poco. ¡Dios mío, se está retorciendo del dolor! Grita una señora cuando me ve torcer mi cuerpo para poner mi cara sobre una almohada y morderla con mi boca. Ella no entiende que lo que tengo es mucha risa.


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DATOS DEL AUTOR:


Andrés Mauricio Muñoz (Popayán, 1974).- Ingeniero en Electrónica y Telecomunicaciones de la Universidad del Cauca, especialista en Evaluación y Desarrollo de proyectos de la Universidad del Rosario. Actualmente se desempeña como consultor de tecnología de una multinacional. En el campo literario tiene una novela publicada: Te recordé ayer, Raquel (Sic Editores, 2004) y un libro de cuentos inédito. En el 2006 obtuvo el primer puesto en el Concurso Nacional de Cuento de la revista 'Libros y Letras' con el cuento titulado ‘Una tarde en París’. En el 2007 obtuvo el primer lugar en el 'Premio Literario Fundación Gilberto Alzate Avendaño y la Revista Número' con el cuento ‘Pierna obstinada’. La Revista Italiana Buran tradujo al italiano su cuento ‘Dolor de Patria’ para incluirlo en su antología sobre sociedades en conflicto. Actualmente colabora como director de la edición impresa de la revista La Movida Literaria de Colombia.