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Europa
Carlos Almira Picazo
02/03/2008


¿Cuento?

Querida madre: no te preocupes, estoy bien y sabré cuidarme. En cuanto pueda volveré a verte, y tal vez estarás orgullosa de tu hijo.

Supongo que os habrán llegado rumores sobre mi locura. No hay tal. Yo he descubierto un cuerpo celeste, que de momento, por mis cálculos y observaciones, considero un planeta, y al que he llamado ‘Europa’, en honor a nuestro siglo y a las esperanzas que hoy los sabios y los estadistas dicen depositar en la Razón.

No os preocupéis por enviarme dinero. Si lo necesito, ya os escribiré. De momento, aun guardo casi toda la asignación que tan generosamente me proveísteis para Edimburgo. Llevo una vida austera, y sólo pienso en los libros, los manuscritos (algunos raros y caros), y dos o tres aparatos sencillos que necesitaré para proseguir mis investigaciones.
En cuanto esté en París buscaré un hotel sencillo y modesto, y os enviaré mi dirección. No sé cuánto tiempo me quedaré allí. Todo depende de cómo reciban mis ideas.

He oído que en Francia están, hoy por hoy, las mentes más lúcidas de Europa y los mejores sabios. Ya veremos. De momento, no me hago ilusiones ni me desespero. Si no es aquí, será en otra parte. Hasta hace unos años Francia ha sido nuestra principal rival y enemiga en el continente y en las colonias. Si entráramos de nuevo en una de nuestras absurdas e interminables guerras, tal vez no será el mejor lugar para albergar a un escocés fiel a la Corona. ¿O sí? París es tan grande que uno puede perderse en él como un botón en un costurero.

Os escribo desde una taberna del puerto de Cardif. Londres sigue siendo un lugar abominable, espantoso, donde no me quedaría ni una semana aunque me invitaran a explicar mi descubrimiento en un ciclo de conferencias. No me explico cómo nadie sano, necesitado de aire puro y comunicación, puede vivir entre estas paredes renegridas, por donde se deslizan ratas grandes como caballos, e incluso el cielo, rara vez despejado, resulta negro y hostil. Espero no marearme en el barco. Si hace buen tiempo, tal vez tome algunas notas sobre Europa desde la cubierta.

No hagáis caso de las habladurías (la más absurda de todas mis elucubraciones es más cierta que el supuesto y tan cacareado sentido común de esos sabios). Es verdad que mi nuevo planeta es invisible, pero sólo para el ojo humano. Yo también soy humano, pero he percibido su presencia con tanta claridad como la gente percibe la presencia del sol a mediodía, sol que, como saben hasta los niños, nunca debe mirarse. Nadie mira el sol, lo que es lo mismo que decir que para el ojo humano éste es invisible, pero nadie cuestiona su existencia. ¿Por qué entonces cuestionan la de mi planeta? Sólo se me ocurren dos razones posibles, también muy humanas: la envidia y la incomprensión de lo nuevo.

Estoy dispuesto a arrostrar todas las burlas y dificultades que esos señores y otros me pongan en el camino. Al final la verdad prevalecerá, y veremos quién tiene razón, aunque tenga que dedicarme el resto de la vida que Dios me tenga preparada a defenderme de las burlas y las mofas.

Un hallazgo de esta índole (me imagino a Colón, incrédulo, a punto de descubrir América, al borde de un mundo nuevo y desconocido, cuando vio el primer pájaro, la primera tortuga, el primer trozo de madera tallada flotando en el agua del Caribe todavía invisible, como una visión sepultada por la bruma), un descubrimiento así, implica necesariamente una cierta dosis de locura. Ni yo mismo sabría explicar por qué aquella mañana, en los Jardines Reales de Edimburgo, levanté la cabeza y miré al cielo. Por supuesto, fue una premonición, ¿pero qué es una premonición, una intuición, un anticipo del Futuro? Como cuando alguien nos mira de espaldas y sentimos que nos golpea con su atención, casual o furtiva, y nos volvemos con un ansia irreprimible como si nos hubiesen violado con los ojos, unos ojos desconocidos. Padre y madre, entonces yo vi el cielo puro, azul y desierto sobre mí: cualquier astrónomo aficionado sabe que en pleno día es poco menos que imposible ver cuerpos celestes, porque la claridad del sol los oculta, los disimula, los vuelve invisibles. Pero yo tenía, tengo la ventaja de que mi planeta es ya invisible, por lo que nada lo puede ocultar porque no hay nada que ocultar: o mejor dicho, sí que hay, pero no para el ojo humano.

Con todo, distinguí su vibración como una burbuja de jabón que flotara en medio del éter, como si el éter se hubiese adentrado, intruso del Universo, en nuestra atmósfera. ¡Y allí estaba Europa! Al principio, como es natural, pensé que se trataba de una alucinación, un espejismo, tuve que sentarme y frotarme los ojos, y dudé bastante antes de volver a levantar la cabeza: intuí, tal vez temí, que ese gesto encerraba mi destino.

¡El clíper! Queridos padres, debo embarcar ahora: terminaré esta carta en París, y espero que podré daros buenas nuevas. Hasta entonces, un abrazo, y paciencia.

El viaje fue desastroso. Con mal tiempo, oscuro y helado, no pude siquiera asomarme a cubierta. Pasé las tres horas largas que duró tumbado en mi cabina, deseando perder el sentido. ¡Pero al fin he llegado!
El viaje por Normandía me ha devuelto el optimismo. La gente es recelosa, dura, avara, pero el bosque, los acantilados, los ramilletes de caminos entre granjas y alquerías, lo compensan sobradamente. Luego París. Comprendo que haya jóvenes (y no tan jóvenes), que se arruinen, que se pierdan en sus delicias. Yo no he venido a eso, pero no puedo ser indiferente a su clima, su especie de felicidad, de ligereza; el Sena, los paseos, las terrazas y los bailes públicos que aquí se celebran con cualquier motivo. Hay, además, el halo de Versalles, que se desparrama si se me permite la expresión, aquí como una canción frívola, con frufrú de seda.

El mismo cochero me indicó una pensión aceptable. Un hombre de Ciencia como milord, dijo, querrá un sitio tranquilo, cerca de la Sorbona. La Sorbona, le iba a responder, no me importa nada pero la tranquilidad sí, pero no hubiera sido verdad: ¿no fue aquí donde la Teología floreció, entre goliardos y estudiosos alemanes, italianos, y españoles, e incluso irlandeses? Yo no hubiera sufrido en aquella época bárbara, en que se buscaba destilar el oro y el elixir de la inmortalidad, la sabiduría alquímica del cosmos. Un escocés que ha descubierto un planeta invisible hubiera merecido más respeto y comprensión en aquellos siglos de hierro que en nuestra edad de la Razón.

Por cierto, desde que me instalé no he oído hablar de otra cosa que de las amantes de Luis XV, las maravillas y encantos de Versalles, espejo del Mundo; y de las guerras contra nosotros amparadas en esos horribles Pactos de Familia. Me he visto empujado a disimular más indiferencia de la que siento por estos asuntos; y, como suele hacerse, me acomodo a la imagen inocente y un poco simple de sabio, o sea, de trasterrado, que se han fabricado de mí para tratarme mejor: salgo apenas de mi cuarto, limpio y modesto, con una ventana cuadrada abierta a una callecita desierta, y doy largos paseos con el pretexto de pensar: las manos engarfiadas a la espalda; la peluca, obligada, descolocada al albur de ramas y cocheros; el reloj relumbrando su cadena pomposa en el vientre; la espalda curva sobre la luna del empedrado (llueve desde que llegué, día y noche, con una persistencia sobrenatural); hasta el Sena, por el puente nuevo, Pont Neuf, desempolvo mi francés; hasta el Bosque de Bolonia donde se exhibe lo mejor y lo peor, pavos reales y zorros; celoso de lo único que poseo, mis impresiones, bajo una pátina de exiliado de las nubes. Ordeno mis datos y mis notas, Europa, tal vez soy el único ser humano que posee un planeta, preparo con mimo nuevas observaciones, mientras engullo sin mirar lo que como ni a mis compañeros, en cualquier figón cuanto peor mejor, donde el tufo a fritorio y a vómito y las groserías me echarían para atrás desde el principio de la calle, si no fuera porque en realidad me importan poco. Es un mito que en París se coma bien, padres, pero es la ciudad más feliz que he visto hasta ahora. Si Mazarino supiera que he venido a robarles un planeta.

No puedo librarme desde que llegué, desde que crucé los restos desmoronados de murallas que se encabalgan sobre el Sena, entre castillos y arboledas, de la dispersión de espíritu propia de los enamorados: mis cinco sentidos se han vuelto literalmente autónomos desde entonces, y no hay color, ruido, perfume ni superficie que no me reclame con éxito: desde un pobre caballo que resbaló arrastrando un carro de verduras, a mi entrada, y que el conductor sacrificó maldiciendo, golpeándole la cabeza (¡qué grande, maciza, pesada, noble, digna de un bronce de la Guerra de Troya!),con un vulgar adoquín; hasta el simple puesto marchito, nauseabundo, de una florista buscona; o el agua encenagada verde veneciano, casi sobrenatural; y las mansardas lúgubres de los poetas y las lavanderas; las estatuas ecuestres de reyes gordos, felizmente olvidados y confundidos, embutidos a duras penas en feas corazas, entre castaños desdeñosos, a merced de niños y palomas incontinentes. ¡Perdonadme si soy prolijo, yo que he venido a observar, un mero pelele de mis sentidos! Y acabo: una señora vestida como para pasear por los jardines del Luxemburgo, gorda y etérea como un interminable minué, armada con un quitapolvos y un cesto atiborrado de ropa, inclinada peligrosamente sobre un patio infestado de gatos y perros, (ojo ciego que me ha recordado por primera vez Londres), un saltimbanqui sobre un tendedero.

Ayer al fin, me decidí a visitar al mejor astrónomo de Francia. No en la Academia que supongo nido de víboras, sino en su propia casa, semejante a un hojaldre, en medio un arrabal arbolado y tranquilo. Era domingo. El criado me hizo esperar en una silla incomodísima, rodeado de espejos y relojes y cuadros incomprensibles, mientras Monsieur Dupresnay se desayunaba interminablemente en algún cuartito recóndito ante el muro cerrado de algún jardincillo, halagado y molesto por tener que disimular con malos modos su alegría. Al fin me hizo pasar y fue hasta mí rodeando su macizo escritorio, la mano tendida, con una fría cortesía desdeñosa, propia de quien flota en los Empíreos. No recordaba mi nombre, recogió mis cartapacios y me despidió pronto prometiendo estudiarlos, ¡en qué cajón o desván habrán acabado como golosina de los ratones! Todas mis ulteriores tentativas de entrevistarme con él se han estrellado con misteriosos viajes por Polonia, por Rusia, por la luna. El resto de eminencias ha cerrado filas con Dupresnay, como era previsible.

Querida madre: ayer, en otro ayer, miraba las estrellas calculando las dimensiones y la trayectoria de Europa por enésima vez (que aquí se percibe mejor ciertas noches claras), cuando presentí a alguien a mis espaldas. Una criadita risueña, menuda como un maniquí, escapó riendo escaleras abajo. Pero al cabo volvió, ha vuelto cada noche, con una bandeja de galletas y té (¡té a las doce de la noche!), y al fin, se ha quedado. Se llama Paulete. Ya planeaba irme a Alemania. ¿Pero no es igual el mundo en todas partes?

No vine a París a por amor, ni siquiera diversión. Uno encuentra lo que no busca y resulta que es lo que necesitaba, o había perdido. Yo os he perdido a vosotros, mi país, mi mundo, y he encontrado a Paulette. ¡No estoy comparando nada! Lo único que permanece es mi necesidad. Y, en todo caso (es como si necesitara justificarme, por algún temor futuro que me acechara), no os he cambiado por nada. Sólo el Destino.

Paulette es de Alsacia, de las montañas. ¿La ha hecho París, donde sirve desde su niñez, frágil, menuda, delicada pero rápida y dura? Me he enamorado en primer lugar de sus pasitos rápidos, de pájaro, de gorrión; luego la he visto, la he descubierto, el amor es un descubrimiento inesperado, repentino: su cara pequeña, sus ojos redondos, negros, y el pelo recogido en una cofia que, al desplegarse, semeja trigo, me recuerda el centeno de mi Inglaterra. ¡No penséis que la he tomado como concubina! Si aún no nos casamos es porque antes espero vuestro conocimiento y aprobación. Ella no sabe de sus padres desde que llegó a París, con una tía vieja que ya ha muerto, a la que visita a veces en el cementerio (llena de orgullo porque está enterrada a cincuenta pasos exactos ¡los ha contado! de Rabelais). Así que nos une también la soledad de los trasterrados.

Paulette no entiende nada de planetas ni de Física, pero me anima y se burla conmigo, balanceando los pies en un embarcadero o un puente sobre el Sena, mordisqueando una brizna de trigo loco entre los dientes minúsculos, perfectos, de los profesores, académicos y sabios de Francia y de Europa, que corren empolvados, gotosos o escuálidos, detrás de las princesas, con sus caras de coliflor y sus esperanzas puestas en una cátedra en París o al menos, en Lovaina. ¡No ha cambiado nada desde la Edad Media!

Ayer fuimos a Versalles. Un guardia imponente nos cerró el paso a los jardines porque estaban preparando fuegos a artificiales para esa noche. Pasó una carroza de ensueño con la flor de lis estampada en la portezuela, herméticamente cerrada. Los parterres de rosas y aciano perfuman el aire encantado por el rumor de las fuentes, que, por cierto, he visto pintado en el Palacio del Luxemburgo por un tal Watteau. ¡También el arte le interesa ahora!, pensaréis. ¿Pero qué no es arte aquí? Lo que más me ha indignado, entristecido, es que esta noche el cielo estará manchado, emborronado de pólvora, para diversión de esos ociosos que jamás cejan en su cháchara, y que se embelesarán con esos otros jardines, espejismos, y no podremos ver Europa. Paulette se sienta junto a mí en la ventana amansardada de la buhardilla por la que he cambiado hace días mi antigua habitación, y que además de salirme más barata (¡como si nos importaran a estas alturas un ratón o una escalera más o menos!), nos sitúa de golpe sobre los tejados, ante una página inédita del firmamento de París. Mientras yo hago mis cálculos, compruebo la trayectoria y la distancia que ha seguido Europa las últimas veinticuatro horas, Paulette permanece en reverente (hilarante) silencio, se levanta y vuelve a sentarse, trajina a mis espaldas procurando no hacer ruido, vuelve junto a mí con pasos de gato, con una felicidad contenida tal que es imposible ignorarla, como las salvas de cañonazos de Versalles. En represalia decidimos cerrar la ventana cuando lanzaron aquel castillo de artificios y, riéndonos de nuestra travesura, nos tapamos los oídos persiguiéndonos como dos granujas callejeros.

Padres, ya habréis leído entre líneas que tanta dicha no puede existir sin una hebra negra: el dinero comenzó a acabárseme poco después de conocer a Paulette. Para mí (y ella no lo entiende, ¡ella que jamás ha dudado de la existencia de mi planeta invisible!), el dinero es tiempo: tiempo imprescindible para pasear y reflexionar sobre mis observaciones; para dedicar las mañanas a las colecciones de manuscritos e impresos de ciertos señores de París y alrededores, que aún me abren sus puertas (¿Por qué son diletantes y quisieran ser mecenas a destiempo?); y las tardes, que aquí se alargan lo indecible a partir de la primavera, enhebradas por las primeras golondrinas, a rebuscar por los libreros reputados o ambulantes, y en ciertos locales de difícil denominación, todos los materiales y artilugios imprescindibles para continuar mis investigaciones; ¡el dinero es el tiempo de los señores ociosos que se pasan la vida enfundados en carrozas de caoba con escudos de armas estampados en las puertas, lámparas en los postillones, cocheros borrachos adormilados sobre los estrechos pescantes temblequeantes, atravesando jardines que no ven ni huelen, ensueños, contemplando fuegos artificiales, y asistiendo a bailes y conciertos, sin aportar una brizna de belleza o saber a la humanidad que les regala, de la que toman por fuerza o consentimiento, todo lo que no necesitan! ¡oh, no creáis por estas palabras exaltadas que he abrazado las ideas subversivas que empiezan a cundir aquí, los nombres nuevos que fulguran en las tertulias de los cafés, de Montesquieu, Voltaire y últimamente un tal Rousseau, el peor de todos, no me interesa la política, estoy convencido de que el orden del mundo está condenado, corrompido, y la Naturaleza es una vasta cárcel, una cámara fría, oscura y desolada! Pero la amenaza de tener que venderme como un esclavo, aunque sea para dar clases (¡clases de inglés, de historia, de aritmética, a niños impertinentes emperifollados como jueces, o barrer descansillos o plazas, o afinar clavicordios, o tocar el violín en bodas y misas de difuntos, o podar rosales y madroños, es en el fondo lo mismo!). Pienso: ¡adiós Europa, nadie te va a prestar atención a partir de ahora, el único ser humano que te estudiaba se ha hecho criado, preceptor, limpia calles o jardinero o todas las cosas a la vez! Y, con todo, ¿es orgullo, pero se puede ser algo sin orgullo?, me niego a pediros un céntimo: ¡poseo más que el Rey de Francia, más que cualquier rey o príncipe de este mundo, más que el Papa, poseo en exclusiva un planeta, pues sólo yo (y ahora también Paulette, a su modo), creemos en él! Ahora será abandonado por falta de dinero, dejado a su suerte flotando en el éter, invisible para siempre, como se suelta una bolla o se corta una amarra con amargura, con rencor y con pena!

Paulette me asegura (pero no lo cree) que puede mantenernos un año, mientras se me reconoce. Seré profesor, quién sabe si académico. Tal vez debiéramos irnos a Alemania, ¡o mejor a Suecia! Arranques absurdos de desesperación me arrojan a los parques donde las niñeras huyen asustadas y los guardias me miran con recelo ¡pero me importa un bledo toda esa gente! ¡Paulette, cómo viajar sin dinero, sin él somos troncos plomizos, pedruscos, fantasmas atados al suelo por la gravedad, anticipos de cadáveres que el viento se niega, con razón, a acarrear sin objeto de un lado a otro! Por otra parte, la necedad es la misma en París, Edimburgo, Munich, Cracovia o Estocolmo. Quien se ha perdido en un punto, en un palmo cualquiera de este mundo, se ha perdido en todos, para siempre. Además, ¿qué sería yo si aceptara tu dinero? ¿Qué se es sin orgullo? Mi Paulette, ahora fingirá que reconoce mis razones, que cede, y sin que yo me dé cuenta, engrosará mi bolsa con sus monedas de cobre ganadas soportando groserías y fregando escaleras mugrientas, ¡y yo tendré que fingir que no lo veo y no lo sé aunque lo sé de sobra, y que no me asombro de nada! ¿Pero qué se es sin humildad? Tal vez después de todo no esté todo perdido aún.

Para consolarme Paulette me ha regalado un gato. Por divertimento (sin rencor) lo he llamado Rousseau. Me acompaña en mis expediciones sin objeto. Duerme o finge que duerme, mientras yo miro las estrellas. ¿Qué espero encontrar aún? Padres, ahora sé que no volveré. La muchedumbre será un día la dueña (o mejor dicho, vivirá en esa ilusión), pero ese día aún está lejos. Lo suficiente para mí. ¡Qué engañoso es todo! Una mañana desperté con una pierna dormida. A duras penas conseguí ponerme los pantalones y los zapatos tan absurdos, con esas hebillas cuadradas que se clavan en el empeine, y brillan como espejos sin objeto. Paulette ya no estaba. Rousseau dormía y tal vez, soñaba. Al fin, como os digo, conseguí arrastrarme a la puerta y bajé las escaleras, casi colgándome de la barandilla, qué empinadas, qué retorcidas, qué interminables, hasta la calle. Era la misma calle que cruzo, que emprendo todos los días, pero ahora de pronto se había convertido en una avenida interminable, más larga que la que recorrería de París a Bruselas la posta del Correo. Al cabo de una hora larga alcancé al fin, tras mucho detenerme, avergonzado como un tullido que usurpa un hueco en el mundo que ya no le corresponde, el figón donde suelo desayunar; y cuando ya me faltaban pocos metros para llegar, veía la puerta basta, grotesca, con su cartelón para analfabetos, a una distancia inconmensurable, como la tortuga de Zenón, sentí entre mis piernas el cosquilleo infantil y burlón de Rousseau. Me senté, rendido, y el gato se encaramó en mis muslos como un escalofrío. Entonces experimenté por primera vez el miedo a la inmovilidad de la muerte (otros la temen por el frío, la soledad, la oscuridad, pero todas esas cosas ya las tenemos aquí y nos son tan familiares, por más que las neguemos, en cambio podemos movernos o hacernos la ilusión de que estamos vivos, es decir, que vamos de un sitio a otro). Me entretengo en describiros prolijamente este episodio pasajero, a las pocas horas recobré completamente el movimiento de la pierna, por esta razón: a raíz de él se me ocurrió que mi planeta invisible se estaba acercando a nosotros y que iba a estrellarse inexorablemente contra nuestro mundo, con la misma naturalidad, fatigosamente, como yo había empujado la puerta de la taberna; tal vez, conjeturé aquellos días, cuando irrumpa en nuestra atmósfera se haga visible por un instante, (he calculado que su tamaño es aproximadamente dos veces el nuestro); tal vez el calor de nuestra atmósfera, tras la vastedad helada lo haga reverberar un instante, como un fósforo en el momento definitivo de encenderse o apagarse. Suponiendo entonces que su mera proximidad no nos haya aniquilado ya, alguien verá por última vez un extraño punto negro reverberar en el cielo, surgido de la nada, como el sueño de un loco, de un obrero de delirios y alucinaciones.

Me he abstenido de confesarle a Paulette mis temores, que ya son casi una certidumbre. Cada noche ahora, al calcular su diámetro y su distancia, compruebo que es más grande que la víspera, apenas unas milésimas de milímetro; que crece y no gira ya alrededor del sol ni en la órbita de ninguna otra estrella, sino que sigue una trayectoria rectilínea, se dirige directamente hacia nosotros, tal vez desde el comienzo del mundo, desde el otro extremo del Cosmos; hasta tal punto estoy convencido de ello, que he dejado de tomar notas y de rebuscar, de hacer cálculos y anotaciones fatigosas, de escudriñar en libros y manuscritos felizmente olvidados: lo inevitable ha vuelto repentinamente absurdo y superfluo todo saber; el juego de un niño, el ir y venir de Rousseau, el balanceo de un árbol en un ventarrón, el estrépito de un cacharro, la voz destemplada de un borracho, el grito de una verdulera, el fogonazo de un carruaje en el adoquinado, ¿qué es el mundo?

Ahora me paso el día tumbado. He colocado mi cama bajo la ventana, justo en el ángulo donde cada noche aparece Europa, y me paso el día tendido, inerte, perdido en pensamientos vacíos, ejercitando mis sentidos y mi atención para la Nada.

Padres, ya no nos veremos: quizás los enciclopedistas tengan razón y Dios, el de las brumas de nuestra infancia, no sea más que un pobre relojero desbordado por la complejidad de su artefacto, diabólico.

Mi único consuelo ahora (Europa ha multiplicado su tamaño por diez desde que empecé esta carta), es la despreocupación de Rousseau, su inconsciente felicidad, su alegría de vivir; la indiferencia divina con que vuelve de los tejados, se encarama al alféizar y salta sobre el suelo disparejo, como si fuera el primero y el último gato del mundo; su hambre voraz, inmemorial. ¡Pobre Paulette!

Últimamente se oyen canciones extrañas. Corren rumores. Los panaderos y los aristócratas huyen o se esconden en los sótanos. Los sabios, por supuesto, han sido los más sorprendidos. Ayer encontré una hebra blanca en mi barba y quemé todos mis papeles menos esta carta. Le di un beso a Paulette en la frente y me volví contra la pared. ¿Estás enfermo? No te preocupes. He acariciado a Rousseau donde más le gusta, entre las orejas, y por primera vez, he dudado de mí mismo.

En la calle resuenan los acordes de la Marsellesa.


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DATOS DEL AUTOR:


Carlos Almira Picazo nació en Castellón, España, hace 42 años. Se doctoró en Historia por la Universidad de Granada. Y se dedicó sobre todo, a vivir de sus clases y a escribir: ensayos, novelas, cuentos y poesía.
Hasta la fecha ha publicado: en papel, un ensayo sobre la Dictadura del general Franco (editorial Comares, Granada, 1997); una novela heterodoxa sobre la vida y muerte Jesús de Nazaret (editorial Entrelíneas, Madrid 2005); y en internet, una novela sobre el posible futuro de un país de América latina, imaginario, (revista Prometheus mdq, nº 22 abril de 2007). En la actualidad trabaja en una colección de cuentos y en una novela histórica sobre la antigua Roma.