sumario
cine
contacta
 


Fellini, ocho y medio
Sara Manzano Cuadrado
25/07/2008



FICHA TÉCNICA DE 'OCHO Y MEDIO'

Ocho y medio+ Título original: Otto e mezzo (8 1/2)
+ Dirección: Federico Fellini
+
Guión
: Tullio Pinelli, Federico Fellini, Ennio Flaiano, Brunello Rondi.
+ País: Italia.
+ Año: 1963
+ Duración
: 140 min.
+ Interpretación
: Marcello Mastroianni, Claudia Cardinale, Anouk Aimée, Sandra Milo, Rosella Falk, Barbara Steele, Guido Alberti, Madeleine Lebeau.
+ Producción: Angelo Rizzoli.
+ Diseño de producción: Piero Gherardi.
+ Fotografía: Gianni di Venanzo.
+ Escenografía: Vito Anzalone
+ Montaje: Leo Catozzo.
+ Sonido: Alberto Bartolomei, Mario Faraoni.
+ Música: Nino Rota.
+ Vestuario: Piero Gherardi.
+ Exteriores: Roma, Fiumicino, Ostia, Viterbo, EUR...
+ Productora: coproducción Italia-Francia Cineriz-Francinex.
+ Distribuidora:
Zima Entertainment.


Sinopsis: Guido Anselmi es un director de cine que ha perdido la inspiración cuando se encuentra preparando su siguiente película. Su esposa, su amante, su productor y su actriz principal lo acosan y presionan de una u otra manera, pero Guido sólo puede refugiarse en sus recuerdos y ensoñaciones. Sólo allí podrá encontrar a la musa que se resiste a brindarle la inspiración.


Comentario: Se dice que hay cineastas que se repiten, que siempre están haciendo la misma película, pero lo cierto es que es lógico que los tormentos, las manías y las obsesiones de una persona – que no olvidemos que lo son- se vean reflejadas en las historias que cuenta. Tal como la vida, Wilder, Bergman, Coixet, Wong Kar-Wai o incluso Woody Allen -a pesar de su versatilidad argumental -, son este tipo de cineastas, por nombrar algunos, a los que sus fijaciones no les han dado tregua. Les definen, y en el caso de Federico Fellini de manera ciega.

Porque revisando títulos del italiano, desde sus primeras obras allá por los 50, cuando su cine tendía más hacia la reivindicación social de las minorías – condicionado por la corriente del Neorrealismo, que se despedía por entonces -, hasta las últimas a mediados de los 90, se respira ese mismo aroma, tan pulido como podrido, tan refinado como grotesco. Porque Las noches de Cabiria (1957) o La strada (1954) son lo mismo que Roma (1972) o Ginger y Fred (1985). Tan idénticas como distintas en fondo y forma.

    

Y es que es normal que exista polémica en torno al cine de este director, que se hable de sobrevaloración, de egocentrismo o intelectualidad banal. Sobre todo porque, tanto si se trata finalmente de profundidad argumental o no, las historias de Fellini, a simple vista, no son ni simples ni fácilmente digeribles, pero sí muy originales y sobre todo transgresoras a todos los niveles.

Fellini, ocho y medio es el mejor ejemplo de esto. Una película que te va descubriendo sigilosamente su sino, que no acabas de disfrutar de veras hasta un 2º visionado pero que, cuando te sumerges en ella de pleno, entiendes y degustas. Conquista su diferencia.

Primero porque estéticamente supone una ruptura con todo lo anterior, ya que asumidas las enseñanzas del Neorrealismo y coexistiendo con la frescura de la Nouvelle Vague o el nuevo cine alemán en un tiempo en que Europa se reinventaba cada día, esta cinta marca la transición estética de lo viejo y lo nuevo, lo clásico y lo progre, lo académico y lo naif, lo barroco y lo minimalista. Grandiosa fotografía obra de Gianni di Venanzo. Porque el tempo de la película es tan chocante en algunas secuencias que la enriquece y la hace más creíble en su incredibilidad.

  

Segundo porque argumentalmente hay pocas películas que desgajen de una manera tan elegante y poliédrica la encrucijada interior que se bate en el intelecto de un artista cuando no encuentra nada que decir. Cuando su condición de genio, originada por su último gran éxito cinematográfico, presiona a su otra condición, la humana y ésta, a su vez, se ve usurpada por el entorno y sucumbe a la debilidad y la sinrazón.

Porque aunque se trate de una clara paja mental de Fellini, ilustrada por su fetiche Marcelo Mastroianni merendándose magistralmente a su álter ego, no deja de ser una historia sobre la condición humana, sus miedos, sus fantasmas y sus recuerdos. Todos ellos asediando al protagonista sin descanso y sin conexión espacio-temporal aparente para el espectador.

Así, el cineasta Guido Anselmo, sumido en un momento de vacío creativo, irá recorriendo durante más de 2 horas de metraje los recovecos irracionales de su personalidad, intentando encontrar razones de la mano de un hermoso elenco de féminas, bellas y trágicas, víctimas y heroicas, representando cada una de ellas un rol y amortajando aún más si cabe las pésimas posibilidades del imaginario de Guido, que no consigue dar con los elementos que vertebren la película que quiere contar.

  

Un guión que nadie conoce pero se deja intuir, que irá concienciando al cineasta de las limitaciones que tiene y de la poderosa influencia de las pasiones, irracionales e ineludibles. Porque será por ese rol de eterno truhán gracias al cual, en una de esas secuencias oníricas que invaden la película, podremos asistir a una de las escenas más profeminista y liberadora de la historia de la mujer en el cine, con frases como ‘¡tenemos derecho a ser amadas hasta los 70 años!’.

Y tal como ese, encontramos en Fellini ocho y medio, otros manifiestos de tipo prolaico, contra la tiranía del catolicismo y su lastimero manual de supervivencia que, en pos de la salvación, martirizó y victimizó a tantos niños como a Guido. Porque ese es parte del alegato temático de la película nonata que el protagonista quiere parir.

De ahí que arrastrar hasta un balneario a todo el equipo de rodaje sea un intento desesperado por purificar su talento. Pero rodeado de gente, entre la que se encuentra su ansioso productor, su asesor, el crítico Daumier, que irá vomitando opiniones dejándonos algunas de las mejores frases de la película y todo su harén enloquecido, entre quienes destacan la ardiente Sandra (Sandra Milo), la esposa Luisa (Anouk Aimée) o la paralizante Claudia (Claudia Cardinale), es casi necesario que el pobre director acabe reducido a las cenizas de su propio limbo creativo.

 

Un estado de alienación del superyo en el que está atrapado, que le lleva incluso a pedir consejo al Papa, a lo que éste responde ‘¿Quién te dijo que venimos al mundo para ser felices?’, haciendo así un guiño al existencialismo, que rechaza la idea de que la felicidad sea algo por lo que merezca la pena vivir, y convirtiendo a Guido en una especie de antihéroe existencialista que, aún teniendo la facultad natural de elegir su propia vida, no consigue autodeterminarse, lo cual le incapacita a dotar de sentido a su vida y a su película y se ve abocado a aceptar la imposición de su destino, que en términos existencialistas se llamaría 'mala fe' o dicho de otro modo, la cobarde evasión de nuestra libertad.

Negándose a sí mismo esta libertad, justificándose en presiones externas, Guido se lanza hacia el abismo, nadando entre remolinos de sueños y recuerdos, intentando exorcizar por un lado errores pasados que no puede asumir por sí solo, y por otro, la nostalgia de la infancia, plasmada en la frase Asa nisi masa, el particular ‘Rosebud’ de Fellini haciendo honor a la película Citizen Kane (1941).

Y es que no es de extrañar que Fellini, ocho y medio sea la película favorita de Woody Allen o David Lynch, puesto que existen algunas secuencias irrepetibles. Para muestra, la aparición del diablo, la Saraghina (Eddra Gale), en una escena tan mordaz como cómica en la que se sienta en la palestra la ridiculez de los grandes dogmas eclesiásticos, con la Saraghina bailando con los niños al son de una canción que hará igual de irrepetible la banda sonora de la película. Obra de Nino Rota, que irá conjugando cortes clásicos de Rossini, Tchaikovsky con otros tan solemnes como La cabalgata de las valquirias de Wagner.

    

Cortes como el de manga que a Fellini se le escapa por las esquinas del film sobre los intereses creados en torno al cine y en concreto a un rodaje, sobre la apestosa invasión de la prensa y su morboso interés por saber en la última escena, que nos recuerda a su Dolce vita (1960) o sobre la moralidad, la imposible naturaleza de la fidelidad, el miedo, la falsa objetividad de la memoria o la confusión humana.

Tal es así, que en un primer momento la cinta iba a llamarse La bella confusione, pero acabó siendo Fellini, ocho y medio por ser, simplemente, su 8ª película y media, ya que la anterior, Bocaccio 70 (1962) fue un proyecto de 4 directores y, por tanto, la consideró sólo como media obra.

Esta, sin embargo, fue una de sus grandes obras, consiguiendo premios como el Óscar a la mejor película extranjera (también mejor vestuario), el Bodil de la crítica danesa, el Gran Premio del Festival de cine de Moscú, entre otros muchos, convirtiendo a la cinta en toda una referencia del cine italiano, del metacine y del cine que versa sobre los artistas y sus fobias, sus pathos y demonios, porque una película como Desmontando a Harry (1997), entre otras, se ve claramente influida por esta.

  

Y es que el Fellini que también fue dibujante publicitario o vendedor de caricaturas en su propia tienda – ‘The Funny Face Shop’ -, bien tranquilo puede descansar cuando suelta, narcisista y ególatra, en boca de su personaje Daumier que ‘destruir es mejor que crear cuando no podemos crear algo útil’.

PAlgo útil como esta espiral de metacine sangrante, mordaz, anticipada en un pasaje de la leyenda de Diómedes y el canto del pájaro, tan refinada como la burguesía clásica y tan vulgar como John Waters. Una película tan pretenciosa como valiente, que sigue mostrando el gusto de Fellini por las estaciones, el circo y la sensualidad femenina, y que nos recuerda que el cine en Italia tuvo su época dorada y que los grandes maestros bien podrían ser manuales de superación de la escasa calidad del actual cine italiano.

Porque Rossellini, de Sica o Fellini son directores a los que el paso del tiempo les pasa revista y rara vez les deja tirados en la cuneta, ya que lo que les ocurre más bien es que les encarrila hacia la eternidad.