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Las víboras en el paraíso antiparriano. La entrevista kafkiana (1ª parte)
Rolando Gabrielli
14/01/2012


La nubosidad gris sobre Santiago a medida que la tarde se recostaba sobre mi viejo reloj Tissot, presagiaba unas lluvias memorables, de esas que sobrepasan los paraguas, nos humedecen las entrañas, en los días fríos invernales, que parecen interminables ataúdes grises flotando en el aire. Pero la misión periodística era ineludible: entrevistar al antipoeta en su casa de La Reina, en las faldas de la Cordillera de los Andes, uno de los baluartes naturales de los chilenos, escogido por Nicanor Parra como un refugio personal frente a la omnipresente poesía de la Cordillera de la Costa.

Me subí al micro como un fantasma londinense, un domingo, poco después de las 2:30 de la tarde, a esa hora en que las calles están desoladas y viven el feroz desamor del tiempo indefinido, camino a la casa de rústica madera del autor de Poemas y antipoemas, Obra gruesa y de un pecado de juventud, como le llamó a su libro inaugural, Cancionero sin nombre (1937), de indiscutida influencia garcilorquiana. Sin embargo, los gérmenes de la antipoesía pareciera que ya tenían nombre, en ese Cancionero, tan olvidado por el propio autor, y que en su momento recibió aplausos y rechiflas.

Nicanor Parra  Cancionero sin Nombre (Santiago de Chile, Nascimento, 1937)  Poemas y Antipoemas (Santiago de Chile, Nascimento, 1954) Obra Gruesa (Santiago de Chile, Universitaria, 1969)

Largo viaje hacia las faldas de la cordillera, quizás un poco menos lento, por lo despejado de las avenidas dominicales, iba yo pensando en la antipoesía del antipoeta en este antimomento de la historia chilena, cuando el calendario marcaba el principio de los setenta, ya convulsionado y que ardería de punta a punta, como la milonga borgeana.

Ya Parra gozaba de las mieles del éxito y la controversia, e intentaba bajar del Olimpo al joven Neftalí Reyes Basoalto, empujando aun más al precipicio a Pablo De Rokha y codo a codo en la pelea con Gonzalo Rojas, quien le dedicaría unos versos lapidarios: ‘Antiparreando, remolineando / que Kafka sí, que Kafka no, / buena la cosa / roba-robando / se va Cervantes / entro yo. / Publiquen grande lo que escribo / que se oiga en USA y en Moscú / Sabes que más, Rimbaud: ni tú. / Me arrastro, claro, pero arribo’.

Parra, un nuevo vértigo

Tinta y sangre de la polémica chilena, esos versos no los he visto en ningún libro de Gonzalo Rojas, pero se dijeron en su momento y difundieron en la revista Punto Final.

En su poema ‘Manifiesto’, Parra fija posiciones y dice que esa es su última palabra: los poetas bajaron del Olimpo y agrega que la poesía es un artículo de primera necesidad. Condena a tres de los cuatro grandes, sólo se le escapa la Mistral. Sí, condenaba la poesía del pequeño dios (Huidobro), de la vaca sagrada (Neruda) y la del toro furioso (De Rokha).

Años más tarde, este huaso chillañejo, que se le escapó a Lucifer cuando le echaba más leños al fuego infernal de la antipoesía, diría sobre Neruda, a Jorge Teillier, en una entrevista para Árbol de Letras: ‘Admiración y respeto religioso por el hombre y por su obra’.

Reconocería que De Rokha es uno de los cuatro grandes de la poesía chilena del siglo XX. Y en un homenaje a Huidobro en su centenario, lo calificaría como su maestro. El troesma, como Teillier le llamaba a Gardel. Pero volvería a arremeter contra Neruda y De Rokha. ‘Qué sería de la poesía chilena sin este duende’, se pregunta Parra, y responde: ‘todos estaríamos escribiendo sonetos, odas elementales o gemidos’. Vuelve a poner sus picas en Flandes y le toca también a la Mistral. Nadie está vivo para contestar, ni el homenajeado, de quien Parra confiesa: ‘prácticamente lo aprendí todo de Huidobro. Gracias’, agradece, el discípulo tardío. Kafka, había dicho Parra en su oportunidad, es ‘mi maestro absoluto’.

Cuando llega Parra, debemos señalar, y reconocer, que la compleja, variada y personalísima poesía chilena, ya estaba instalada en el siglo XX y la cancha trazada con líneas gruesas.

Nicanor Parra  Nicanor Parra  Nicanor Parra

Un sacristán que tañe a rebato

El crítico Jaime Concha da cuenta de algunas cosas al respecto y se hace una pregunta interesante en 1973, al inicio de su ensayo Poesía chilena: ¿qué significa que un pueblo pobre y subdesarrollado como Chile pueda darse el lujo de tener poetas? Concha recurre a la historia, y nos dice que por Homero, el autor de La Ilíada y La Odisea, sabemos de los griegos, de su existencia guerrera, de sus pasiones y sus crímenes. Todo eso nos cantó el aeda ciego a través de la palabra, lo que sigue haciendo el poeta. Concha agrega más adelante en su ensayo que la poesía chilena tiene algo de nuestra Cordillera de los Andes. Hay grandes cumbres, volcanes formándose o en erupción, lagos y ensenadas, ríos e hilillos de aguas cristalinas. Además en su perfil geográfico y poético, explica, se debe señalar la existencia de un conjunto de anillos o de vértebras que van forjando el relieve de este paisaje poético. ‘Es un perfil colectivo, en que hebra a hebra, gota a gota, grano a grano, se va construyendo un gran volumen material que constituye el canto, el lenguaje de todo un pueblo’. Concha apunta directo sobre Parra, Cancionero sin nombre, subraya, una obra que posee una singular coherencia poética. Su poesía, acota el crítico, ‘se potencia y se electriza con sustancias populares’.

Parra ha tenido tiempo para hacer su obra gruesa y substantiva y ponerse a paz y salvo con los ‘monstruos’ de la poesía chilena, a los cuales miró de reojo y con los que tuvo sus pequeños rounds en la vida real, con excepción de Huidobro que nos abandonó antes de que Nicanor se subiera a su propia montaña rusa.

La idea de un nuevo vértigo le hizo poner en marcha la empresa de la antipoesía. El físico montaría a la poesía en su propia máquina voladora, su objetivo sería la tierra —el primer, segundo y tercer piso—, el sótano de la psiquis humana, y con la obsesión del sacristán, cuando tañe a rebato las ciegas campanas de la aldea, comenzaría a repicar, con autoridad vaticana.

Nicanor Parra Nicanor Parra Nicanor Parra

Viva la Cordillera de los Andes

‘Viva la Cordillera de los Andes, Muera la cordillera de la Costa, eran las ganas que tenía de gritar’, reconoce Parra en Versos de salón, y yo iba hacia su incrustada casa cordillerana.

‘La razón ni siquiera la sospecho’, abría el verso parriano en su segundo cuarteto, pero repetía los dos primeros con más fuerza. ‘Hace cuarenta años que quería romper el horizonte, ir más allá de mis propias narices, pero no me atrevía’, sigue confesando el ladino Nicanor. ‘¡Se terminaron las contemplaciones!’, remachaba, para que no hubiera dudas, sobre el camino que esperaba recorrer, ya escogido, frente a la poesía nerudiana. Isla Negra, igual, cordillera de la Costa, la ecuación parriana perfecta... Ahí estaba el mensaje. Parra le había encontrado un nombre definitivo al nuevo cancionero de su poesía, la antipoesía.

Con estas ideas iba en el micro camino a La Reina, la lluvia ya era un hecho natural, y el abrigo no impedía que se me calaran los huesos. Al descender de la resbalosa pisadera, sentí los primeros goterones, abrí el inútil paraguas y las emprendí cordillera arriba, entre el lodo y el agua, a casa del poeta, subiendo la loma de quien ya estaba en plena fama, con el Premio Nacional de Literatura bajo el brazo, en una batalla campal contra el presidente de la Sociedad de Escritores de Chile y todo lo que oliera a establecimiento. El hombre demolía lo que encontraba a su paso, y estaba en plena construcción de sus Artefactos.

Alicia y ‘La víbora’, dos maravillas

Llegué empapado a las puertas de su casa. Toqué madera varias veces. Nadie abría. Hasta que de pronto, Nicanor, con medias de lana blanca y en un tono misterioso, confesional, dijo: entre, pase, y seguí con mi paraguas y pesado abrigo café, cerrado, de estrujar, hasta el cuarto donde se encontraba viendo televisión. En una pantallita en blanco y negro alcancé a divisar algunos personajes conocidos. Parra, recostado en una dura cama-sofá, me dijo, es Alicia en el País de las Maravillas. Yo seguía con mi abrigo, el paraguas estilando en la mano, de pie, y afuera un aguacero de esos que caen realmente del cielo y mojan sin respeto. Estábamos en la semipenumbra, donde todos los gatos son negros aparentemente.

Entre la lluvia y Alicia comenzaron a llover verdaderos peñascos verbales sobre mi pequeña humanidad. ¡Qué hace aquí este degenerado, como lo dejaste entrar!, gritaba su mujer de ese entonces y madre de una de sus famosas hijas. Comencé por hacerme el sueco. No me di por aludido. Recordé el poema maravilloso de Nicanor: ‘La víbora’. En fin, dejé que las palabras se fueran al viento, como el pasto al rocío. Pero seguían cayendo los ladridos, como si la lluvia no fuera a parar. Epíteto tras epíteto. Yo incrustado en el piso, mojado, mirando lo que el viento no se llevaba, ni de a vaina, digo ahora en buen panameño. De pronto, Nicanor abandona su concentración frente a la maravillosa Alicia en el País de las Maravillas, y me dice: compañero, quiero saberlo todo... se recogió en la cama y volvió sobre el filme, en medio de los gritos monocordes, únicos de la mujer, la cuarta, la quinta, la lotería mía en ese entonces. Yo la había conocido en Osorno, en unos trabajos de verano que dirigía el colorín Jaime Ravinet.

Nicanor Parra Nicanor Parra Nicanor Parra

Madame Parra

Aún tengo grabados sus desorbitados ojos azules, echando chispas por el cuarto húmedo de La Reina, yo, un simple reportero desaliñado por el mal tiempo y el pequeño temporal de la calle, que me había conducido al tornado dentro de la casa de Parra.

La mujer no abandonaba el monólogo, hasta que atiné a decirle, por qué no va afuera y ve si está lloviendo, lo que la volvió a sacar de las casillas. Parra ya miraba con unos grandes ojos de huevo frito. Alicia se había ido por el espejo a la otra realidad, donde yo hubiese querido acompañarla en ese momento. Pensé en alguna escena de Charles Chaplin para abandonar mi propia escena, en la comicidad inexplicable del silencio y absurdo. Al menos contaba con el mágico paraguas.

La lógica se apoderó de la situación por fin y me indicó el camino de la puerta. Me despedí de Nicanor, sin bombos ni platillos. Regresé con las manos vacías a la Agencia de Noticias. Me dije, al subir a la micro: Hemos inaugurado un nuevo capítulo de la antipoesía, totalmente kafkiano y muy propio de Ionesco, ambos personajes respetados y conocidos por Parra, y que hoy convirtieron las aventuras de Alicia en una inocente salida al patio de la casa en búsqueda del conejo perdido, juego de muñecas, respecto del show de madame Parra.

Asilo contra la opresión

Cerrado el capítulo, seguí viendo, conversando, como si nada, con Parra, por los prados del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, una especie de ‘asilo contra la opresión’ de la intelectualidad más radical del Chile de los setenta y mucho antes y hasta el 73. Allí se había instalado el profesor de física a disparar a diestra y siniestra su antipoesía, convencido en la revolución permanente de la palabra, una especie de Trotski del lenguaje, francotirador consciente, con la clara misión del borrón y cuenta nueva en la poética chilena, primero, y latinoamericana, después, hasta estremecer la poesía hispanoamericana. Con su cuaderno de apuntes casaba el idioma que salía del vulgo, escribía con su gótica letra y ejercitaba sobre la poesía al aire libre en un toma y daca permanente, con el brillo del juglar, la sabiduría de un clásico griego y la calma contenida de un caballero inglés. Parra apuntaba tan alto como podía, para instalar su propio Olimpo en la tierra de la antipoesía. Cabeza fría, corazón caliente, decía el profesor de mecánica racional en su famoso Manifiesto, con el cual intentaba agregarle la quinta pata al gato de la poesía chilena.

Para Parra, como Neruda, Huidobro, y la misma Mistral, por hablar de los principales mitos de la poesía chilena, sin excluir a De Rokha, protagonista indispensable del siglo XX, al igual que Gonzalo Rojas, más adelante Lihn y Teillier, el olvidado Alfonso Alcalde, Armando Uribe Arce, Oscar Hahn, Gonzalo Millán, Manuel Silva Acevedo, Omar Lara, la mujer y el amor, ocupan un lugar de privilegio en su poesía, vidas, actuaciones públicas y privadas. Cuenta, entre paréntesis, la leyenda, que una Mónica Silva devastó sentimentalmente al antipoeta, a la que dice que perdió de puro pajarón (tonto).

El amor es el gran tema en la poesía de todos los tiempos y el folletín clásico y universal, son los 20 poemas de amor y una canción desesperada, de Neruda. Los poetas chilenos no son la excepción, y Parra tampoco. Neruda, quizás el más devoto y pantagruélico en su obra, con los Cien sonetos de amor y numerosos textos como la ‘Oda al amor’, y tantos otros personalísimos, ‘Tango del viudo’, en Residencia en la tierra, e infinidad de textos alusivos hasta el final de sus días.

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DATOS DEL AUTOR:


Rolando Gabrielli (Santiago de Chile, 1947). Estudió Periodismo en la Universidad de Chile. Ejerció hasta el 11 de septiembre de 1973 en su país. Fue Corresponsal Extranjero en Colombia y Panamá (1975-79). Funcionario Internacional, experto en la industria bananera, encargado de estrategias para los ocho países de la región miembros de la UPEB, Editor de la publicación científico-técnica y económica, con circulación en 56 países, columnista de la revista alemana D+C (1979-89). Escribe para varios periódicos panameños como Analista Internacional y trabaja en el programa de la Unión Europea-PNUD, Tips On Line, mercadeo de oportunidades empresariales vía Internet. Asesor en estrategias empresariales, editor de Suplementos especializados, ha trabajado y lo hace actualmente en marketing.