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'Viajar, perder países'(Segunda parte)
Cyntia Moncada
09/04/2007


¡No pertenecer ni a mí!
¡Ir al frente, ir siguiendo
la ausencia de tener un fin,
y el ansia de conseguirlo!

Fernando Pessoa


El padre Ángel María Garibay señala en el prólogo al libro La huida de Quetzalcóatl de Miguel León-Portilla que el problema humano por excelencia es ‘la amargura del fluir’, el anhelo de huir en pos de un fundamento que no sabe si existe, pero ansía que exista. Desde este punto de vista, viajar es una clara manifestación de la búsqueda de este fundamento. Cada ciudad conquistada, perdida, satisface una búsqueda que posteriormente dará lugar a una nueva.

No recuerdo bien en qué momento decidí ir a Xalapa, Veracruz; no sé si fue simple curiosidad o fui empujada por uno de esos extraños ‘anhelos’; sin embargo, la razón que me llevó a la capital veracruzana no importa más que los pretextos que encontré para no salir.

Después de disfrutar de un atardecer-nochedelunallena-amanecer en la playa Miramar de Tamaulipas, me dirigí a Poza Rica para tomar ahí el autobús que me llevaría a Xalapa. La espera de dos horas en la Central de Autobuses y las más de cinco horas de distancia valieron la pena, porque estando en la carretera pude rodearme de una densa espuma verde; ver el mar aparecer a lo lejos, confundirlo con el cielo, seguirlo con la vista y nunca tener la certeza del momento en que aparecerá detrás de los arbustos; cruzar ríos en cuyas orillas los pescadores dejaron sus barcas después de un día más de trabajo y descubrir, casi de manera fotográfica, lugares como Papantla en los que basta respirar un poco su aroma para percibir su mezcla de tierra y sol, pueblos con calles rojas y amarillas por donde se derrama un ambiente de fiesta que parece no tener fin.

Llegué a Xalapa durante la noche y la primera sensación fue de una inmensa calma. Después de instalarme y hacer las llamadas correspondientes pude darme el tiempo de respirar Xalapa: olor a rocío, a lluvia evaporada.

Estación Patios, 1928

Perdiendo Xalapa

Desde hace tiempo me ha dado por pensar que en las ciudades el ser humano va perdiendo poco a poco su individualidad: de ser una persona con nombre y apellido, profesión, características particulares, se convierte únicamente en una partícula de esa gran masa que se desplaza por calles, centros comerciales, estaciones de metro, por cualquier ‘no lugar’ -citando a Marc Augé-, pensando en cientos de cosas diferentes, caminando de forma automática, sin casi ver su alrededor, sin ninguna manifestación de ‘vitalidad’, hasta que un ‘Buenos días’ o un ‘Disculpe, qué tiempo trae’ o una sonrisa capaz de penetrar aquella barrera lo trae de regreso, dándole con esas sencillas palabras la identidad que entre la multitud había perdido.

Algo parecido a lo que experimenta Augusto, el protagonista de Niebla de Miguel de Unamuno, cuando le dice a su perro Orfeo: ‘Muchas veces se me ha ocurrido pensar que yo no soy, e iba por la calle antojándoseme que los demás no me veían’.

Esto viene a cuento porque en Xalapa tal parece que esto no ocurre, de entre la gente que camina por las calles, no es raro encontrar una sonrisa, un saludo, siempre una palabra, cualquiera, que no deja perder esa individualidad, esa existencia.

Con esa sensación disfruté la ciudad: su confortable temperatura (alrededor de 23°), sus grandes ventanas y pequeños balcones; el paso lento de la gente; sus mañanas, tardes y noches de café; y sus calles hechas de piedras, de historias, por las que no ha pasado el tiempo, donde todavía parecen escucharse el crujir de las carretas y el trotar de los caballos.

Los callejones que ocultan decenas de episodios de todos los tiempos, historias violentas que parecen improbables en una ciudad tan tranquila. Un ejemplo de esto es la leyenda que le dio nombre al Callejón del Diamante (una cómoda callecita angosta, con café al aire libre, locales de artesanías y comida típica), historia que cuenta un crimen pasional donde el personaje principal es un diamante negro.

Las calles de Sergio Pitol

Saboreando las historias de los cafés decidí quedarme un día más de lo previsto en ‘la ciudad de las flores’ y lo dediqué a recorrer las librerías. La primera fue la Librería Universitaria pues había prometido una edición especial de Sergio Pitol editada por la UV, después de echar un vistazo me bastó preguntar por él al encargado para que me contara que el escritor estaría el lunes siguiente (yo me iba el sábado por la noche) en la Facultad de Filosofía y Letras clausurando un taller.

Seguramente mis lamentos conmovieron de manera tal al muchacho que intentó consolarme diciéndome, con toda naturalidad, que Sergio Pitol pasaba todas las tardes por ahí cuando salía a pasear a su perro, pero al percatarse de mi disposición de instalarme en la puerta hasta que eso sucediera, optó por decirme: ‘pues vive aquí a la vuelta, en la siguiente calle’.

Pagué el libro prometido y me dirigí a la calle que me indicó el muchacho y, como era de esperarse, jamás encontré ninguna señal de vida del escritor. Sin embargo, imaginar esa escena que el chico me platicó tan tranquilamente, me pareció una imagen perfecta de lo que es Xalapa.

¿Muerte en Xalapa?

En La muerte en Venecia, de Thomas Mann, Aschenbach decidió regresar a su hotel a la orilla de la playa de la ciudad de los canales gracias al mismo deseo-necesidad que día antes lo había empujado a viajar; un percance con su equipaje le impidió tomar su tren hacia una playa cerca de Trieste, y volvió a Venecia sin saber que, además del descubrimiento de la belleza que lo había ensimismado las últimas semanas, se encontraría con una enfermedad silenciosa que lo llevaría a una lenta muerte.

No podría precisar en qué momento, pero algo así me sucedió; eché raíces y cancelé mi viaje a Puebla (una larga fila en la Central de Autobuses bastó para decidirlo) para quedarme ahí hasta el último día. En el Parque Juárez, escuchando marimbas, esperé el atardecer antes de emprender el viaje de regreso. Sin embargo, si a diferencia de Aschenbach en Venecia, a mí Xalapa me concedió partir fue porque le prometí volver.

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DATOS DE LA AUTORA

Cyntia Moncada (Saltillo, Coahuila, México, 1984). Licenciada en Comunicación por la Universidad Autónoma de Coahuila. Periodista. Ha publicado en los diarios La Prensa de Monclova y Vanguardia de Saltillo, y en las revistas La Humildad Premiada y Perfiles, entre otras. Es becaria del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Coahuila (periodo 2006-2007) en el área de crónica.