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Los siete números
David Betancourt
17/01/2014


… Entonces llegué sudando a casa y con los ojos rojos por tanto llorar, no fingía, lloraba de verdad; estaba arrepentido. Toqué la puerta y papá abrió y buscó con los ojos a José Luis y no lo encontró. Yo quería, en ese momento, que papá abriera y viera, igual que siempre, a José Luis feliz amarrado de la cadena, que le diera un abrazo de bienvenida y lo observara entrar corriendo como un loquito a esconderse detrás de la matera del patio, pero José Luis ya no estaba. Yo no sabía qué decirle a papá, qué cosa inventarle, no se me ocurrían mentiras y no le diría jamás la verdad, ¡jamás!, me mataría. Estaba bloqueado, acorralado y la conciencia me hablaba adentro, muy adentro del coco, mortificando tal cual lo hizo en todo el camino de regreso a casa, aturdiendo empecinada con el eco: José Luis… sé Luis… Luis… is… Me hacía sentir culpable, lo era. Papá me miró a los ojos, me hizo entrar y…

     

Acá encerrado me siento igual a ese día, o peor, y la conciencia no deja de recriminarme, de atormentar, pero tuve mis motivos para hacer lo que hice y papá no los entiende, nadie los entiende. Acá no hay libros ni teléfono ni televisor, no hay nada, nadie, solo silencio, solo yo a la espera de que terminen los dos años de pena, sin rebajas ni conmiseración. Hice mal, muy mal, pero esta conciencia que me tocó es suficiente castigo, es terca y no entiende que tuve mis motivos, nadie entiende.

Todo empezó cuando papá me obligó a sacar de paseo a José Luis todos los días por el barrio –luego por casi toda la ciudad–, llevándolo amarrado con una cadena al cuello, que él quería y nunca abandonaba, como si fuera un pastor alemán. Papá, mientras yo padecía los paseos con José Luis, estaba en casa viendo películas de bala, rascándose la barriga y llenándosela de comida. Sabía que para mí las salidas con José Luis eran peor que una tortura, pero no hacía nada por ahorrarme el sufrimiento, solo decía que la Virgen los acompañe y que el Sagrado Corazón de Jesús los proteja y los cuide, algo así, y nos daba la bendición, nos la tiraba como una piedra, y nosotros nos íbamos caminando despacio hasta la cancha de La Mansión, y me daba pena, mucha vergüenza, que los futbolistas del barrio me vieran llevando a mi hermano pastor alemán arrastrándome con la maldita cadena, me sonrojaba que un montón de idiotas se rieran de nosotros, de mí, y se tocaran con el codo para llamarse la atención. El Pitufo nos gritaba cosas que de no ser con nosotros me causarían risa: que si el perro es bravo, que si muerde, que si es de raza… Y José Luis lo miraba y alargaba los oídos hasta las burlas que no entendía pero que lo contentaban, y saludaba al Pitufo y a sus amigos con las manos y les hacía muecas y les tiraba picos y bendiciones y… Que si come Ladrina, preguntaban los gritos, que si caga mucho, cosas así, y José Luis babeando y queriéndose quedar en ese lugar toda la vida, y yo mirando para otro lado haciéndome el que no era conmigo, el sordo, el despistado, y miraba para el piso como si hubiera encontrado algo y me agachaba y recogía nada, y jalando a José Luis para irme de las burlas, y por dentro aporreado de la pena, herido, muerto de la ira, de las ganas de que José Luis no existiera, de que el Pitufo estuviera muerto o que yo lo estuviera. Los dos éramos un imán de risas, de burlas que nos perseguían por todos los caminos, de ojos, de voces; por eso hice lo que hice: era él o yo, los dos no podíamos seguir juntos, no lo soportaba.

Fotografía de Luis Estrella  

Y bajábamos por las lomas de Mon y Velarde y a José Luis le daba por caminar igual que un perro. Se acercaba a los árboles y alzaba la pata trasera y les ladraba a los animales, carros y chillaba y se rascaba la espalda y me daba la mano como un perro obediente, y a mí se me iba la pena para los cachetes cuando los extraños me preguntaban la edad de José Luis y el nombre y si yo era su hermano o algo así, y yo lo negaba, rotundamente lo negaba, y me sentía mal porque a pesar de todo nos corría la misma sangre por las venas. Y pasábamos por el Colegio María Auxiliadora y las niñas se asomaban enloquecidas por las ventanas, eufóricas como si no fuera José Luis caminando al que vieran sino a Ricky Martin, y yo aceleraba el paso jalando a José Luis, esquivando las burlas y risas, y por dentro les gritaba que se entraran, que se callaran sus tonterías, y José Luis las miraba coqueto, les mataba el ojo y les hacía caritas, y yo, casi sin abrir la boca, le decía que vamos ya, José Luis, de qué sabor quiere el helado, o mejor un cono gigante, o una Coca-Cola fría pero vamos ya, o un algodón rosado del Parque Bolívar… Una vez se tiró a la pileta del parque y vinieron los celadores y yo les expliqué todo, la cara de José Luis les explicó todo, y ellos entendieron, pero yo no entendía –aún no lo entiendo– cómo alguien se podía comportar como José Luis, no entendía y quise que se ahogara en esa agua mansa, que nunca saliera de allí, quise dejarlo solo, abandonarlo y decirle a papá que se me había perdido, o de una vez por todas hacerme sentir y decirle, sin tartamudear, que nunca, papá, volveré a sacar a José Luis, no lo soporto; toda la gente nos mira y se burla, además no me gusta limpiarle la boca y llevarlo de la cadena, no tolero verlo. Papá, es que cuando saco a José Luis, y usted lo sabe, además de la pena que me causan los ojos mirando y las palabras y los murmullos hiriendo, fastidiando, y los dedos señalando, las bocas señalando y las carcajadas aplastando, aplastándome, además de eso, papá, a José Luis le da por ser cariñoso con todo el que se encuentra en el camino y por hacer amigos y caer en gracia. Ya van muchas veces, más que muchas, que incomoda a los que se encuentra por ahí en cualquier parte; no es que moleste demasiado, no, o que sea agresivo, pero a la gente no le gusta eso y yo comprendo; sus ternuras son bruscas. Con los vecinos es distinto, papá, ellos son comprensivos y se aguantan los estrujones y las palmadas en la espalda y los gritos y las babas…; son tolerantes, muy mucho, pero los extraños no; los vecinos le juegan y le dan dulces y abrazos y le hablan y le escuchan sus frases desordenadas y tiernas y le ríen y le cantan… pero los extraños le dan desprecio en montones para que entienda que no están para soportar niños raros de otros. Papá, hasta me han dado golpes por culpa de las ternuras de José Luis; por eso y por todas las demás cosas me dan ganas de ahorcarlo con la cadena que a él le gusta, y no sé cuándo lo haga. Lo voy a matar, papá, se lo advierto, no quiero saber en la vida más de José Luis.

El día antes José Luis se me soltó de la cadena y se fue corriendo y agarró a una niña pequeña como si fuera una muñequita de esas que hacía la abuelita Argemira, como si le perteneciera y sus abrazos no lastimaran, y el papá se le fue encima igual que un derrumbe, pero José Luis no la soltaba y miraba al señor sin comprender lo que pasaba, y recibía golpes y golpes por ser tierno a su manera; quise dejarlo en las manos del destino y salir corriendo para no saber más nada de él, pero cuando cayó al piso y levantó la cara en espera del nocaut, todo fue claro. El papá me pidió disculpas con los ojos y se justificó con los hombros, y triste y apenado se fue caminando despacio con la niña cogida de la mano escuchando mis regaños para José Luis, sin ver sus lágrimas manchadas de rojo. Lo abracé y lo llevé a casa; sentí lástima por él y pensé que José Luis no tenía la culpa, que no era de este mundo, de este tiempo, que había que entenderlo y aguantarlo; quererlo siempre lo hice. Al otro día, por eso de que existen los impulsos y la maldad, regresé sin él…

Fotografía de Luis Estrella Fotografía de Luis Estrella Fotografía de Luis Estrella

Papá no lo vio y me miró con odio, con desprecio –me sentí el peor asesino–. Entonces le dije que José Luis se me había perdido en el tumulto del centro, que corrió y corrió y no pude alcanzarlo, algo así le dije para esconder la verdad. Le dije que fuéramos a buscarlo que a lo mejor estaría esperándonos sentado en una silla cualquiera, aunque bien sabía que eso era imposible, que de José Luis jamás volveríamos a saber. Le dije que se pusiera una camiseta rápido, que no había tiempo que perder. Le dije que… Pero papá me dijo que no, a todo le dijo que no, como si José Luis no le importara, como si no hubiera perdido a un hijo. Papá esperó a que callara mis invenciones, mis justificaciones y me golpeó por primera vez en la vida, me dijo cosas que me dolieron más que los golpazos, que los fuetazos, que las heridas, me amenazó con el infierno…

Cuando estaba empacando la maleta para venirme para acá me asusté al verlo entrar en mi pieza, caminando a lo pastor alemán, arrastrando la cadena que tanto quería. Me paralicé, me quedé mudo. Cogió el teléfono y, para mi sorpresa, sin trastocarlos, en el orden exacto, digitó los siete números de casa (como lo había hecho hace un instante perdido en la ciudad) esperando quizá que papá le contestara para pedirle que no nos separara, que me quería cerca, que no podía vivir sin mí… El teléfono siempre le sonó ocupado.

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Los siete números, forma parte del libro Buenos muchachos (Editorial Universidad de Antioquia: 2011)
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DATOS DEL AUTOR:

David Betancourt (Medellín, Colombia, 1982). Cuentista, periodista y filólogo hispanista. Ha publicado cuentos en los periódicos más importantes de su país: El Tiempo y El Espectador. Asimismo, en revistas nacionales e internacionales, entre las que se destacan: Odradek, el cuento (Colombia), Revista Universidad de Antioquia (Colombia), Ónice (Perú), Letralia (Venezuela), Literatta (Argentina), Río Grande Review (Estados Unidos), The Barcelona Review (España), entre otras. Ha ganado varios concursos de cuento nacionales, además del Concurso Internacional de Escritura Creativa, Caracas, Venezuela, con su libro Yo no maté al perrito y otros cuentos de enemigos (Editorial Equinoccio: 2013). En 2011 Editorial Universidad de Antioquia publicó su libro de cuentos Buenos muchachos. Su tercer libro del género se titula Una codorniz para la quinceañera y otros absurdos. El cuarto, en proceso de escritura, se titula Cuentos de Risa.