[...] era como si cada noche durara
varios siglos, de modo tal que,
durante esta inmensidad de tiempo,
bien podían haberse operado en la especie humana,
en la tierra misma y en todo el sistema solar,
las transformaciones más profundas.'
Daniel Paul Schreber
Ella duerme, de lado, y desconoce todo lo que alrededor ocurre. Las
ventanas de su habitación están cerradas. Es imposible
que una línea de luz se filtre. Hay un silencio absoluto. Si
algún sonido se produjera afuera del dormitorio nadie lo escucharía
dentro, no sólo por los gruesos cristales, sino por los cortinajes.
Lo único que se oye son las manecillas del reloj. Son las once
y veinticuatro. Alguien abre la puerta despacio, y provoca un leve sonido
al rozar con sus pies el pelo de la alfombra. Una mano tersa y alargada
toca uno de sus hombros. Parece que sus uñas acaban de ser arregladas
por la manicurista. Su cuerpo a excepción de su nuca está
oprimido por el peso de las colchas, y al mismo instante ese punto de
su hombro está oprimido también por el peso de esa mano
fina y suave. ‘Linda, te esperan abajo’. Los dedos alargados
dejan de tocarla, y vuelve a oírse el sonido de los pies al rozar
la alfombra. La puerta queda cerrada. Una de sus mejillas reposa sobre
el almohadón mientras alguien vino a inquietar su sueño.
Un leve dolor en su oreja hizo que cambiara de posición. Sus
piernas tenían temperaturas diferentes, las movió.
Está
despertando. Creyó haber oído algunas palabras. Estira
sus brazos, descruza las piernas, junta las manos sobre el tórax,
respira hondo algunas veces y abre los ojos. Cuando deja de moverse
no escucha nada, pero algo recuerda: Erinia tal vez llegó a despertarla.
Se cierran sus ojos luego de mirar la puerta y las ventanas, la cara
del reloj y las manecillas. Antes de que el esputo empiece a moverse
en su garganta, de que produzca ese silbido con que vuelve a dormir,
escucha el rumor de gente proveniente de abajo. Y en ese mismo instante
alguien golpea dos, tres veces desde el otro lado de la puerta, y regresa
la mirada hacia el fondo negro de la habitación puesto que no
hay luz pero advierte algunos reflejos, el pelo de la alfombra como
de dos centímetros, aplastado con la forma de unos pies, sus
pies, que marcó al acercarse a la cama, al rozarle el hombro
y al salir del cuarto. Luego, nuevamente su voz, serena y desde lejos,
a través de la rendija que dejó con la intención
de que los ruidos del exterior la despertaran, cuando tocó tres
veces en su puerta. Separa las manos que estaban encima de su pecho,
tose, se apoya sobre la colcha y se sienta en la cama recargando parte
de su espalda en la pared. Se sacude toda, los resortes rechinan, algunas
voces han cesado, saltan del colchón algunas esferas de polvo.
Baja, sube, ese movimiento desminuye lentamente y, al quedar quieta,
intenta oír pero no oye nada. Atiende, piensa en sus oídos,
pero no escuchas más. Cubre nuevamente sus ojos con los párpados.
Entonces alguien abre la puerta por completo y choca contra el pequeño
buró, y se produce un ruido estrepitoso, que inunda materialmente
su cuarto, de pared a pared y de piso a techo; vuelve a mirar, mueve
la cabeza para ver hacia la puerta, y descubre parte de la sombra que
produce Erinia cuando se aleja. Se talla vehemente los ojos, y vuelve
a escuchar el rumor de la gente abajo. Oye de pronto un grito corto
de tono grave. Arquea una de sus cejas, y enseguida arquea también
la otra. Con claridad absoluta percibe voces reconocibles, o eso cree.
Un grito provoca que cierre los ojos y separe los labios, pero con los
dientes apretados. Tiene ganas de cerrar la puerta. Es indudable que
no quiere levantarse, pero si ese tipo de incidentes se repite, o lo
que sería mucho peor, crece, no podría volver a dormir.
Encoge la pierna derecha y hace todo lo necesario para bajar de la cama
y evitar ese ruido incesante; cuando oye que alguien corre al subir
la escalera, y que después sigue corriendo por los pasillos y
se acerca a su cuarto, deja de moverse y espera. Baja los párpados,
agita la respiración adrede, mira por una abertura mínima
entre sus pestañas, tiene la seguridad de que la cree dormida.
La silueta de Erinia queda enmarcada por la puerta abierta. Se aproxima,
se hinca junto a su cama, se inclina, deja ver su figura y en el mismo
instante se incorpora. '¿Linda, qué pasa?, ¿por
qué no bajas?', susurra. Cuando inicia su segunda pregunta, '¿por
qué no bajas?', aprieta la mano derecha, formando el puño,
toma vuelo y le da un golpe en el vientre. Aprieta los dientes, los
párpados y resiste, sin producir algún sonido, excepto
con el vientre al recibir su puño. Grita de nuevo, le jala el
cabello, le araña la cara, y medio se asoma para ver otra vez
bajo su cama, todo al mismo tiempo, y luego vuelve a hablarle: 'Linda,
por favor, baja, ya está todo listo'. Y se va sin cerrar la puerta.
Abre los ojos, parece que escucha risas, pero sólo es su imaginación,
porque la oscuridad le hace creer cualquier cosa; sin embargo los oye.
A través de la puerta de entrada, de la única puerta,
llega un poco de luz a su cuarto, a ras de la alfombra. Las huellas
de los pies se ven más grandes por la sombra, sobre todo las
de la última visita que hizo Erinia. Se oyen de nuevo las risas
y su voz. No falta mucho para que suba a llamarle, y es conveniente
evitar un nuevo altercado.
Encoge las piernas, apoya las manos,
endereza su tronco, saca los pies y los coloca sobre la alfombra. Retira
las colchas, cierra los ojos y aprieta con los dedos, los vuelve a abrir,
repite tres veces esa acción. Se levanta. Permanece de pie unos
instantes y mira la puerta. Intenta toser, pero algo impide que lo haga:
su lengua está pegada a la campanilla. Traga saliva, siente una
flema que se desprende. Da tres pasos, coloca su mano sobre la manija
de la puerta. Oye que Erinia sube la escalera. Cierra aprisa, regresa
a la cama, toma una postura apropiada, separa menos de un centímetro
las mandíbulas, junta los párpados, aunque no del todo,
para ver por entre las pestañas sin que ella pueda notarlo. Respira
hondo y ronca. Trata de no sobresaltarse con el golpe de la puerta,
pero es inútil, y por estar viendo la puerta en el momento en
que empieza a moverse, junta las rodillas y la cabeza y se tapa los
oídos por inercia, buscando una protección instintiva.
Ve cómo Erinia trata de mirarla. Advierte que no se acerca demasiado
a la cama, que intenta tocarle el hombro pero no alcanza. ‘Linda,
cuando gustes’, le dice quedo, como si supiera que está
despierta; ‘Linda, por favor no demores’, y sale y deja
abierta la puerta del cuarto.
Entonces se levanta y va a su encuentro. Deja la puerta abierta cuando
sale. Pronuncia su nombre en voz alta. Baja las escaleras oyendo aquellas
voces. Cuando llega a estancia advierte que no hay nadie, sólo
los utensilios clínicos y humedad en las paredes. Sobre la pequeña
mesa de centro hay varias jeringas y vasos con un líquido de
aspecto coagulado que provoca náuseas. Repite su nombre otra
vez. Luego recoge el desorden. Sube. Pisa los escalones, haciéndolos
sonar del mismo modo como los oía desde su cuarto. La puerta
del dormitorio está cerrada; la abre. Las manecillas han girado
varias veces. Las voces comienzan de nuevo. Las esferas de polvo tienen
más centímetros de grosor. Se acerca, pone su mano sobre
su hombro y dice: ‘Linda, te esperan, no tardes’.
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DATOS DEL AUTOR:
J. Carlos de León (Ciudad de México,
1981) Estudió en la Escuela de Periodismo Carlos Septién
García. Escribe cuento, crónica y perfila sus entrevistas
hacia escritores, entre ellos Mario Bellatin, Álvaro Pombo, Amir
Valle, y la poeta Dolores Castro. Colabora en la revista bimestral Diálogos-EPCSG,
y en el diario El Mercurio, de Tamaulipas. Actualmente prepara su primera
novela.