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La cabaña
Roberto Contreras
03/02/2008


Quiero mucho al chico Mauro. Por lo mismo fue que traté de hacerle ver que no estábamos bien, aunque no sé cómo se lo dije y si es que en verdad se lo comenté siquiera, en los términos que me hubiera gustado arreglar las cosas con él; por la amistad, por su hermana, porque hasta entonces, creo que nos unía una oscilante forma de compañía, la que sabíamos terminaría por romperse, aunque estuviéramos resistiéndonos a reconocer las hilachas de un tejido que había dejado de ser nuestro sostén.

Estábamos en mi departamento sacando cuentas (él más que yo) sobre cuánto ganaríamos luego del nuevo fracaso en nuestra empresa de armado de computadores. La misma que habíamos empezado sólo con las ganas, más que porque el negocio fuera bueno, la noche cuando me llamó para decirme que se había titulado como Técnico en instalaciones de sistemas computacionales en un curso de verano en su Municipalidad. ‘Una minita de oro’ acotó, exaltado, si le inyectábamos unos pesos, activábamos algunos contactos y disponíamos con lo que teníamos más a mano: nuestros cojones. Una gran proeza que, vista con el tiempo, terminó siendo inútil, como todas nuestras empresas.

Tomábamos vino. Él fumaba como chino mientras yo buscaba alguna emisora con música que a ambos nos gustara. ‘Pónete música para sacar cuentas’, me dijo. Yo no le respondí, porque sabía tendría que haber puesto mi mejor mirada del odio. La verdadera cara de la desgracia que nos rondaba. Por esos días había leído un sombrío cuento de Enzo Ballesteros, de escueto nombre, La cabaña. El que sin saber por qué se me vino a la mente, mientras lo veía teclear en la calculadora y hacer dibujos (porque no eran cálculos) en un viejo cuaderno de Constanza, su hermana. El relato era el siguiente: dos hermanos, que por sus vestimentas podrían ser leñadores o cazadores de coipos, están encerrados en una casa en el extremo sur (al leerlo no sé por qué pensé en Aysén), bajo una feroz tormenta primero de lluvia y luego de nieve, obligados a permanecer por una cantidad de días indeterminados en ese lugar. Atrapados, sin poder salir comienzan al calor de unos mates a decirse, movidos por la desidia y la falta de ocurrencias, las veces en que han sentido miedo. Pero también, y esto es lo más terrible, todas las ocasiones en que ambos durante su infancia, a lo largo de sus vidas, se han infringido dolor, susto, cualquier forma de pavor. Hasta ahí todo resulta más o menos obvio: están declarando sus travesuras, sus pitanzas como hermanos, pensará quien lea. Evidente. Tienen una historia en común, pronta a revelarse, el devenir de la intimidad producto del encierro. Uno, que no puedo distinguir cuál es, cuenta la vez en que dice haber sentido verdadero terror y el otro reconoce el papel que él jugó en aquel hecho. Uno recuerda la vez, por ejemplo, cuando se cayó de un caballo, cuando éste se encabritó y fue a dar a un profundo barrancón y por poco muere al igual que el alazán, así mismo dice, y me quedo con esa palabra porque me gusta y me remite también a mi infancia, producto de los hematomas y quebraduras sufridas, mientras el otro recién se atreve a revelarle los detalles de cómo había dado ají al potro, asegura, poco antes de que éste se subiera, luego de haber soltado también la montura y aflojado las riendas. Viene un silencio, ceban mate y continúan. El otro, para no ser menos, restando toda importancia a las aberraciones que hasta ahí se han contado, le recuerda la vez en que le dijo convidaran a su prima a la pieza, y cómo no fue casualidad que a él lo sorprendieran desnudo con ella, porque él había ido con el rumor, no al papá, sino que al tío y su tía. Cosas robadas, retos no correspondidos, sustos de noche, comida descompuesta, animales muertos en los corredores, balas perdidas, torrentes de agua, fuego en lugares insospechados, cosas inimaginables para dos personas que han tenido, cuando menos, un mismo origen. El grito de sangre traicionada.


El cuento avanza, luego estamos con los dos hermanos fuera de la cabaña, gritándose bajo una tupida nieve, que a ratos consigue hacerlos trastabillar, casi hasta desplomarlos. Ciegos bajo la nevazón, se gritan los porqué de sus respectivos fracasos, la culpa que el otro ha tenido en el destino de su vida. Aparecen sendas armas blancas, machetes feroces, más insultos, la nieve cayendo con mayor intensidad, comienza a brotar la sangre, vuelan jirones de sus ropas, aparecen los nombres de sus padres, nombres de mujeres, tiernos apelativos, al aparecer de sus esposas, más sangre, goteando profusamente sobre la blanca capa de nieve que cubre sus pasos. En la descripción de cómo se agreden, hieren y diseminan sus cuerpos alrededor, la narración se lleva varias páginas, no dos o tres sino que prácticamente siete largas parrafadas sin puntos, para describir el secreto del mal. Entonces los vemos sepultados hasta más arriba de sus rodillas, al tiempo en que caen, pero quedando próximos, descansando mutilados, rodeados, como ya se ha dicho, en un baño de sangre, donde lucen los pedazos de sus ropas. El relato concluye con la secuencia, descrita con lujo de detalles, de cómo el sol va secando la nieve, luego las posas de agua, dejándonos con un último cuadro de los hermanos, a consecuencia del mismo deshielo, uno junto al otro, habían muerto separados, recostados sobre los brotes verdes y florecidos de una hermosa campiña con la casa de fondo. La alusión de verde campiña es horrible, se dijera en su infelicidad, pero a la vez cierra un happyend perfecto, coronado con una frase del tipo: ‘Siembra viento y cosecharás tempestades’ o quizás, si mi memoria no me falla: ‘Después de la tormenta, siempre vendrá la calma’. De todas maneras resulta un final memorable.
Viendo a Mauricio abatido, de cabeza en una de sus cuentas irreales, no dejaba de pensar en el relato ballesteresco. Pero no porque creyera que debíamos arrojarnos a la cara todo lo que nunca nos habíamos dicho. No. Nada más lejano a nuestra relación que eso. Una amistad, hasta entonces, sin dobleces, ni sombras. Pensaba en el cuento desde la angustia, desde el encierro, el estado de límite, la cara, insisto, de la miseria humana. Esa sensación constante de estar jugando la última carta, sabiendo que es a destiempo, o que tras esas cuatro paredes el viento arrecia y vamos como dos comerciantes de arena en el desierto, tratando de que la vida nos resulte.

O terminábamos cuanto antes con ese negocio o nos colgábamos de una viga, concluí, como había ocurrido a tantos en esta depresiva ciudad. Pero Mauro ya dormía, y mi pequeño rapto de lucidez, en esa llanura de la desesperación, fue un golpe seco en el vacío. Dos piedras chocando bajo el agua.


Fragmento perteneciente a Ballesteros (novela inédita)


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Para saber más


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DATOS DEL AUTOR:


Roberto Contreras (Santiago de Chile, 1975).- Estudió lengua y literatura hispánicas en la Universidad de Chile y es profesor de Lenguaje y Comunicación por la misma institución. Publicó en 1998 la novela Ahora es cuando, por la Editorial La Calabaza del Diablo. Ha realizado crítica literaria en las revistas El Periodista, La Calabaza del Diablo, el sitio http://critica.uchile.cl, Ciertopez, Bilis y ponencias sobre literatura chilena en universidades y la Feria Internacional del Libro de Santiago. En el 2003 fue antologado en el libro Territorios en fuga. Estudios críticos sobre la obra de Roberto Bolaño, además de participar junto a otros colaboradores en el libro Pozo (2006) por Lanzallamas Libros. En octubre del 2007 publicó su libro de poesía Siberia por el mismo sello. Es uno de los editores del colectivo www.lanzallamas.com.