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Eduardito y los pasos de cebra
Isidro Gracía Mingo
04/04/2006


De entre todas las instituciones creadas para sustentar el ánimo democrático de los hombres, y con él la democracia misma, no hay una que se acerque ni de lejos, desde el punto de vista del más humilde de los ciudadanos, al paso de cebra.

Pongamos el caso de Eduardito.

Eduardito nació más pobre que rico porque así lo quiso el destino, pero nunca le importó demasiado porque en su barrio todos vivían igual que él. Eduardito nació en un barrio democrático, con un gobierno elegido legítimamente por el pueblo. Cuando ya fue pueblo y alcanzó la edad constitucional de votar, le dieron a elegir entre dos opciones: la primera opción defendía el derecho a la igualdad de resultados, la otra, el derecho a la igualdad de oportunidades.
Como hasta entonces no había visto muy claro su futuro, decidió votar por la igualdad de oportunidades. Y ganó esa opción.

Pero Eduardito, (se me olvidó mencionar que era un poco sordo de un oído), no se enteró bien de cuándo llegaba la oportunidad y, un día cualquiera, antes de darse tiempo para reaccionar, la vio pasar subida en un tren de alta velocidad saludándole sonriente con una mano, mientras se alejaba para siempre perderse en la niebla del horizonte.
Resentido, Eduardito decidió esperar calladito a las siguientes elecciones. Esta vez no confiaría en aquellos que tan vilmente le habían engañado. Decidió votar por la otra opción, por la igualdad de resultados, Así, pensó, por muy mal que me vayan las cosas siempre tendré apoyo y resguardo. Ni corto ni perezoso, así lo hizo, y su opción, casualmente, salió triunfante del proceso electoral.

Como el gobierno elegido era sumamente eficiente, dio cobijo y apoyo a Eduardito y a todos en su barrio, garantizando que, independientemente de las oportunidades de cada cuál, todos tuvieran de todo. Como además de eficiente, el gobierno elegido era listo, en vez de comprar diez mil bicicletas grises, compró mil bicicletas verdes, dos mil rojas, tres mil azules, quinientas negras, quinientas moradas y tres mil amarillas, con el fin de evitar la pérdida de individualidad y la consecuente depresión de los ciudadanos. Además, el gobierno hizo una campaña para que el resguardo institucional no acabase con las relaciones interpersonales y familiares de los pobladores del barrio de Eduardito y todos siguieran pidiéndose azúcar y leche y aceite como hasta entonces y así se conociesen y se casasen y tuvieran hijos. A los tres años todos eran felices. Todos salvo los del barrio del al lado, que decidieron irse a vivir con ellos, porque vieron que si así hacían sin duda vivirían mejor.

Pero Eduardito, que era humano, no quiso que todos los del barrio de al lado tuvieran cobijo y resguardo como él, porque no había para todos. Y así, Eduardito decidió votar de nuevo por la igualdad de oportunidades. Esta vez, pobre Eduardito, no contó con que sus vecinos, del barrio y del barrio de al lado, estaban preparándose para la llegada de cualquier nueva situación y, una vez abierta la caja de las oportunidades, todos cogieron una menos él. Eduardito decidió entonces volver a votar, en cuatro años, de nuevo por la igualdad de resultados, pero ésta nunca llegó más.

Eduardito se hizo viejo y alcohólico y su bici se terminó dañando demasiado con los años, de puro vieja, y no hubo manera de repararla más. Para aquel entonces la mitad de sus amigos del barrio ya tenían coches y él tuvo que volver a caminar. Esa mitad ya no le saludaba. Tampoco pensaban en él o en saludarle. Tampoco pensaban mucho.
Un día especialmente nubloso y feo, descubrió unas líneas blancas pintadas en el negro asfalto de la calle que le separaba del recién inaugurado parque municipal. Alguien le indicó que era por ahí por donde tenía que pasar para poder cruzar o si no, lo más probable es que fuera atropellado sin querer por alguno de sus vecinos y muriera irremediablemente. Así las cosas, Eduardito pasó a regañadientes por el paso de cebra.

Y algo sucedió. Cuando estaba a mitad de camino entre una acera y la otra, un vecino suyo, que andaba en uno de los coches más relucientes del barrio se paró delante de él. Se paró y le dejó pasar. Y Eduardito pasó mientras el coche, arrodillado ante él, le cedía el privilegio… ¡cómo disfrutó Eduardito durante esos breves instantes!

Y desde aquel entonces hasta su último atardecer, Eduardito salió todos los días a tomar el sol al parque sin olvidarse nunca de pasar por el paso de cebra, caminando muy despacito para alargar lo más posible el momento en el que todos los demás se pondrían a su altura. A la altura de Eduardito. A la altura del hombre.