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El rostro político de Elena Garro
Eve Gil
30/05/2007


El asesinato de Elena Garro
Patricia Rosas Lopátegui
Prólogo de Elena Poniatowska
Editorial Porrua
Universidad Autónoma del Estado de Morelos
2005, 436 pps.

Elena Garro era el chivo expiatorio ideal para desviar la atención de las altas cúpulas del poder político, donde se instalaban los verdaderos culpables de la matanza del 2 de octubre, y situarla en la participación instigadora de los intelectuales a los que, se afirmó, Garro señalaba como azuzadores de los jóvenes masacrados en Tlatelolco. Dejó de importar la identidad del asesino intelectual (el que giró la orden de disparar a mansalva contra los manifestantes) pues quienes verdaderamente habían perpetrado el crimen eran los alborotadores, los que mandaron a morir a los universitarios. Y Elena Garro Ex de Paz los había denunciado a todos, entre otros, Ricardo Guerra, Rosario Castellanos, Leopoldo Zea, Eduardo Lizalde, José Luis Cuevas y Carlos Monsiváis (en realidad fueron 500 los nombres barajados). Sin embargo, y según pretende demostrar El asesinato de Elena Garro, libro que sorprende desde el título, lo anterior fue fruto de un complot perfectamente orquestado entre los intelectuales y el poder, resentidos hasta el tuétano con la ‘lengua suelta’ de la entonces mejor conocida como periodista Elena Garro, quien había exhibido sin empacho los crímenes, las debilidades y las omisiones de ambos bandos, a los que invariablemente asociaba.

La autora, Patricia Rosas Lopátegui, biógrafa y estudiosa de la vida y obra de la autora poblana, que protagonizara una sonada disputa con Helena Paz, hija y heredera de Garro quien la acusó de haber extraído documentos del desván de su madre, asume una defensa apasionada, por momentos vehemente, de su personaje, de la que previamente publicó la polémica biografía Testimonios sobre Elena Garro, en la desaparecida editorial Castillo. En El asesinato de Elena Garro se documenta con lujo de detalles aquella faceta ignorada (¿deliberadamente?) de la trayectoria de Garro, que es la periodística, y cuyo seguimiento contribuye a sembrar serias dudas respecto a la traición de la autora de Los recuerdos del porvenir, a quien el mismísimo Borges se refirió como ‘el Tolstoi mexicano’. Aunque conocida, que no merecidamente reconocida como narradora, Elena Garro fue también una combativa periodista que defendió, con la pluma y con su vida, a las clases desprotegidas. De este activismo social dio fe Elena Poniatowska, quien por cierto prologa este volumen (aunque manifiestamente incrédula, como yo misma, de la exagerada monstruosidad de Octavio Paz) en su libro Las siete cabritas, donde relata la irrupción de aquella alta, espigada y rubia mujer envuelta en un precioso abrigo, seguida por una turba de indígenas descalzos en una elegante recepción en las instalaciones del Fondo de Cultura Económica, en honor a Rómulo Gallegos. El propósito de Garro era recabar firmas entre los invitados al convite para que a sus acompañantes les fueran restituidas sus tierras, ‘Allí, en la salota, estaban todos los intelectuales, y cuando me vieron con todos los inditos, no me dieron ni la mano —narra la propia Garro a Poniatowska, un 2 de agosto de 1962 —; todos muy elegantes los intelectuales con sus whiskys en la mano y unas señoras que escriben mucho y muy mal, que también sólo pelaban los ojos (...) Todos los intelectuales se hicieron grupos, se pusieron a hablar entre ellos... Les dieron la espalda a los campesinos’. Ante tamaña ofensa, Elena Garro animó a sus tímidos acompañantes a ponchar las llantas de los lujosos Cadillacs y Mercedes, tarea a la que gustosos se sumaron los chóferes de los invitados, ‘Lo que pasa —continúa Elena con esa maravillosa sonrisa ponderada por María Luisa ‘La China’ Mendoza— es que entonces les parecía insólito que alguien defendiera a los indios... Ahora lo que me da más risa, eso que todos son pro-indios. ¡Eso es lo que me da más risa!’ (El asesinato..., p.p 123 y 124).

Aunque este capítulo aislado pudiera sugerir que Elena Garro sublevó a los indios sólo por ver las caras que ponían los amigotes de su todavía esposo, Octavio Paz, los cientos de artículos periodísticos del mismo periodo que componen este voluminoso libro, publicados en la revista Presente! de Cuernavaca, Morelos, prueban la vehemente defensa que durante años protagonizó Garro hacia los campesinos indígenas despojados, a veces hasta el asesinato, de su patrimonio, especialmente durante el sexenio de Adolfo López Mateos (quien, por cierto, se propasó con ella en una ocasión, según nos narra). Garro fue defensora acérrima de Rubén Jaramillo mucho antes de que este cobrara notoriedad, incluso fue alojado por Deva Garro, hermana de Elena, en medio de una persecución de los militares. El asesinato de Rubén Jaramillo, junto con su esposa e hijos, lo sabemos, conmocionó al medio intelectual, pero la única que virtualmente lo defendió con su cuerpo, fue Elena Garro. Ese fue el reclamo airado de la escritora contra ‘los intelectuales’: ‘(...) los intelectuales se pelearon, se insultaron, se arrojaron whisky a la cara, insultaron al Gobierno, y se llamaron nazis en el nombre de la inteligencia, porque no ganaron el premio de 20,000 pesos que era para uno solo. Entre ellos, uno declaró a la revista Siempre! de la semana pasada, ‘que los mexicanotes enchamarrados, bigotudos y prietos le tenían envidia porque él era güerito’. Esta noticia sensacional merece páginas enteras, tinta y publicidad (...) Es consolador saber que ellos se contentan con unos cuantos miles de pesos al mes, migajas que les regalan los políticos, unos banquetes sabatinos con calamares con arroz y unas frases dirigidas contra los políticos mexicanos ladrones, de los cuales viven, y otras cuantas frases dirigidas contra los imperialistas yankis a los cuales les sacan becas y viajecitos regularmente (...)’ (Presente!, Cuernavaca, Morelos, 21 de febrero de 1965). Si alguien conocía a la clase intelectual mexicana como a la palma de su mano, esa era la ninguneada (por emplear un término acuñado por el propio Paz) mujer del futuro Premio Nóbel de Literatura. ¿Es posible suponer, entonces, que con estas incendiarias declaraciones Elena Garro cavó su propia tumba?.

En realidad, previo al 68 a Garro se le había involucrado en asuntos bastante peligrosos, como el asesinato de Kennedy, político al que ostensiblemente admiraba. Al parecer Elena declaró haber visto a Lee Harvey Oswald, presunto asesino del presidente estadounidense, en la fiesta de un primo suyo. Estaba convencida de que a Kennedy lo habían matado los comunistas (raza a la que Elena consideraba espuria); incluso se había personado en la Embajada de Cuba para gritarles ¡Asesinos! el mismo 22 de noviembre de 1963, y aseguraba en privado que Silvia Durán, prima política de la escritora, era comunista y amante de Oswald. Todo lo anterior se volvió el pretexto ideal para hacerla objeto de una compleja labor de espionaje por parte del FBI, cuyo verdadera inquietud se centraba en la alianza entre la escritora y otro defensor de los derechos de los indígenas: Carlos Madrazo, insólito líder priista, con claras tendencias izquierdistas, lector asiduo de Balzac y muchas posibilidades de alcanzar la silla presidencial, ¡enorme peligro que había que combatir! El político tabasqueño habría de morir en un sospechoso accidente de aviación en 1969, un año después de que se intentó presentarlo como el principal instigador del Movimiento Estudiantil.

La duda que queda en el aire es: ¿Mintió Garro para salvar a Madrazo?, es decir, ¿demandó la garantía de protección de su admirado amigo que acusara directamente a los intelectuales de haber incitado a los universitarios? ¿O fue realmente una soplona, por fastidiar a los amigos de su ex esposo? En artículo publicado en días previos, el 17 de agosto de 1968 en Revista de México, cuando nadie imaginaba siquiera el horror que estaba por desatarse, no pudo ser más clara respecto a lo que se estaba gestando: ‘¿Quienes son los estudiantes? Los futuros intelectuales. Luego es justo que se lancen a la defensa de los intereses creados por los actuales profesores, periodistas, locutores, pintores, escritores, etc. Y, en efecto, a través del mundo democrático se lanza a los menores de edad al incendio de ciudades y de políticos, posibles contrarios a los intereses creados de los intelectuales en el poder (...) El Complot de los Cobardes, ya que no son los complotistas los que salen a dar las batallas callejeras y a enfrentarse con las policías o con el Ejército en defensa de sus intereses, sino que lanzan a millares de menores de edad a luchar por sus prebendas y posiciones (...)’ (EAEG, p. 376). Elena Garro era, pues, una mujer que sabía demasiado. Destruirla, asesinarla moralmente se volvía imperativo para las clases política e intelectual de nuestro país, y hacer de ella una especie de Judas de su gremio era la solución ideal. El resto de la historia ya la conocemos: la renuncia de Paz de su cargo como embajador de México en la India; la huída de Elena Garro y su hija a París, etc, etc. Finalmente, como nos hace ver Patricia Rosas Lopátegui a través de diversos testimonios de testigos e involucrados, a algunos de aquellos intelectuales ‘señalados’ se les premió con creces durante el sexenio de Echeverría (el primer responsable de la masacre en su posición de Secretario de Gobernación) de quien Carlos Fuentes, sabido es por todos, habló en términos por demás elogiosos. Señala Luis González de Alba en declaración publicada el 28 de septiembre de 1998 en el periódico Milenio: ‘Aquellos aviones acarreados que llevaba Echeverría a sus viajes por Sudamérica y demás, ¿qué hacían realmente? Entiendo que vayan unos industriales para promover el comercio. Pero, ¿para qué iban tantos novelistas, pintores, poetas?, ¿qué pitos tocaban?’ La propia Elena, ya anciana y reivindicada por escritores como René Avilés Fabila (que luchó para traerla de vuelta a México), Ignacio Trejo Fuentes y Gustavo Sáinz, le diría a Gabriela Mora: ‘Yo no vivo en sociedad, vivo como un animal acorralado y no he hecho NADA, ¡NADA! ¡NADA! En cambio ellos viven en el Palace, andan en limusines y HABLAN DEL PUEBLO, mientras el pueblo SE MUERE DE HAMBRE.’

Elena enojada, escribe su tocaya, Poniatowska, era un bello espectáculo. Pues bien: Patricia Rosas Lopátegui recupera, a través de El asesinato de Elena Garro, ese espectáculo en letras de molde: el enojo, la indignación de uno de los escritores (‘he de hablar en masculino para abarcar hombres y mujeres’, dice bien su biógrafa) más grandes de la literatura mexicana de todos los tiempos, la sin par y sin precio, Elena Garro.


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