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Arte y Tranvías
Isidro Gracía Mingo
25/4/2004


He de reconocer que me cuesta mucho contenerme; la imagen es poderosa, la ocasión oportuna y mi pecho se inflama con facilidad. He de reconocer que me cuesta, que probablemente no aguantaré mucho más, pero por ahora me contengo.
Me contengo y no aprovecho la imagen que me brindan para no pensar y lucir mi papel en blanco con felicitaciones de primer número, con amores de estudiantes, con curiosos impertinentes, con viajeros, con músicos, con poetas y viandantes, con los tranvías rojos y blancos de Viena, con pintores callejeros y con los románticos trastos lisboetas.

Me contengo y no hablo del ultramoderno tranvía de Estrasburgo, del tiempo y los caminos, de los acordeonistas del Trastevere romano viajando en el ocho (dirección Teatro Argentina), de Bob Dylan, de la Malvarrosa o del recuerdo que el tranvía madrileño dejó bajo el Faro de Moncloa o en El Escorial.

Me contengo todavía un poco más, y no aprovecho la ocasión para contar un cuento a bocajarro, ni para lanzar proclamas, ni pasquines baratos, ni para disparar poemas a la barriga y al corazón de alguna señorita despistada de ojos negros y boca de seda.

Todavía no. Y esto último, tengo que decir, ha sido mucho más difícil que contener la imagen del Arte, el Tranvía y el Primer Número porque, creo que ya lo he dicho, mi pecho se inflama con una facilidad pasmosa.
No se crean, no es fácil escribir un primer artículo para el primer número de una revista de Arte, sin perder la razón y la salud con el devaneo de sesos y el vaivén de las tripas.

Me explico. Que mi pecho se inflame con facilidad no es una novedad para mí, pero sí para muchos que no han hecho examen de conciencia. Y esos muchos, son una barbaridad. La alabanza, ya lo decía Jenofonte, es el más dulce de los sonidos. Y como alguien no haga algo pronto nos vamos a empachar. Y ya ven que me incluyo sin rubor ni vergüenza.
Es de sobra conocida la influencia de la publicidad en la valoración del Arte Contemporáneo y los ríos de tinta derramados al respecto, son más caudalosos que el Ebro, que en paz descanse. Pero más impresionante es el efecto de la publicidad del propio Arte en nuestra sociedad.

Curiosa cosa es, no sé si se han dado cuenta, que entre nosotros ocho de cada diez personas (personas en el sentido jurídico de la palabra, esto es, con forma humana y desprendidas del seno materno durante más de veinticuatro horas), ocho de cada diez, que las tengo contadas, dicen ser, son o se consideran artistas.

Artistas, dicen o piensan ser, seres imbuidos de un talento natural que sólo unos pocos pueden reconocer y que caminan por la calle, llenan los bares y los ascensores, saludan desde los balcones o cogen el metro todos los días.
Quién no aprendió de pequeño a tocar la flauta, asistió durante dos años a clases de piano o le enseñaron a tocar la guitarra en la parroquia, en botellones o en cualquier otro evento social. Y el que no, por lo menos considera que canta bien, o por lo menos canta lo suficientemente bien como para medirse con media España en multitudinarios castings y pruebas varias, mientras la otra mitad del país pasa de la noche a la mañana, (¡oh, extraordinario suceso!), a convertirse en experta juez de danza y canto. El jurado de Operación Triunfo, dicen, se equivocó, deberían haber cogido a fulanito o no haber echado a menganito porque zutanito cantaba mejor. El jurado se equivocó porque deberían haber hecho lo que ellos opinan.

Algunos se resisten, es cierto. Algunos están en contra del sistema y alzan los puños y con tachuelas en los ojos y en el pecho protestan. Pero no en manifestaciones (están politizadas, dicen). Se organizan en grupos y tocan canciones. También son artistas, pero no como los otros...
A los pocos que no se dejaron seducir con el mundo del oído, (sí, he dicho bien, pues no hace falta tener oído para dedicarse a la música, basta con tener un sintetizador, cuatro pistas y llamar música a lo que hagas, del mismo modo que después de abolir la métrica y la rima tampoco hace falta ya dominar el ritmo interno para ser poeta) se les metió por los ojos las pantallas y decidieron ser actores de teatro, de cine, de teleserie, directores, guionistas, directores de foto o tramoyistas versados. O pintores, dibujantes, escultores, cocineros (ya saben, el Arte Culinario) o diseñadores de moda, o qué sé yo. Pocos se salvan. Money for nothing, checks for free.

En el mundo universitario se aprecia claramente. En esta comunidad compuesta por personas que han elegido estudiar, es decir trabajar en algo que no es estrictamente la creación artística, hay un porcentaje increíble de artistas.
No me refiero a los estudiantes de Bellas Artes. Me refiero a todos los demás. ¿Cuántos filólogos, en especial hispanistas, no son sino grandes escritores que estudian mientras esperan su oportunidad?. Los estudiantes de periodismo, por supuesto, no se libran dos. Los filósofos e historiadores, siete de cada diez. Los estudiantes de comunicación audiovisual, para qué hablar. Entre la legión de aprendices de juristas es algo exagerado: no sólo escritores, guionistas, directores de cine, y actores se han sentado en las aulas de Derecho, he conocido hasta cantantes de ópera con serias aspiraciones. Por no hablar de los estudiantes de Arquitectura que llegan a parodiarse a sí mismos, practicando el arte que explora la cuarta dimensión, arte que no sólo es tridimensional sino que además es vivido. La leche. Así podría seguir un buen rato, deteniéndome tal vez y encontrando alguna excepción entre los estudiantes de medicina, dada, en general, su fuerte vocación por curar artistas y encontrando, también alguna que otra excepción entre algún ingeniero que para sobrevivir a su desesperación se ve obligado a pensar de sí mismo que hace todo bien. Entre otras cosas, se dice, también podría ser artista. Esto, como comprenderán, no vale para nuestro estudio.
La misma proporción de individuos con capacidad creadora de lo bello y lo sublime hay en el resto de la sociedad. Desde el alto ejecutivo de un gran banco que pudo ser un gran entintador de tebeos, hasta las manualidades del ama de casa, pasando por jardineros, escaparatistas, pasteleros y niñas pijo hippies que deciden dedicar su escaso talento a hacer pendientes de alambre o muñecos de plastilina.

Hay quien pinta, hay quien restaura obras de arte porque es artista de la restauración, y hay quien es restaurador porque no tuvo valor para pintar. Pero hay pocos que restauren sin pensar que son artistas.
Y los que no saben a qué Musa pinchar para ver si les inspira, se convierten en personajes de la prensa rosa o hacen performances en el MOMA de Nueva York o en el IVAM de Valencia.
Una sociedad compuesta de artistas. Todos artistas. Bueno todos no, sólo ocho de cada diez personas se considera especialmente dotada.

Y yo me pregunto, si hay tan alto porcentaje de gente con una capacidad tal para crear belleza que, sin querer, se les va escapando obras maestras, ¿por qué coño enciendo la tele y todo sigue siendo tan condenadamente feo?.
Y no me vale aquí que la apreciación de la belleza sea algo subjetivo y sujeto a la cultura de cada cual.
Se crea así el nuevo artista, el artista del siglo veintiuno. El poeta ya no es raro, ya no es especial. Y el no creador se vuelve especial, distinto y se le valora más; es un buen gestor, un tío serio.

Uno entre millones, una gota de agua en el mar, el creador se torna triste porque ya no hace lo que él cree que los verdaderos creadores hacen, que no es sino destacar entre los que les rodean y revolucionar la estética del mundo y aún el mundo mismo en el que viven (¿qué fue del Renacimiento?). Sin embargo, engañado, sigue produciendo, no por necesidad vital en conjunción con una habilidad o técnica aprendida ni siquiera por la necesidad sola, sino porque así es como la sociedad le dice que debe ser. Como un periodista encadenado a su columna de los jueves, como un publicista creativo con la campaña que debe presentar el lunes a las diez, como un músico de estudio, prisionero de la gloria de otros y condenado a no poder dominarla.

Al menos, el mito del Cielo está bien montado. No se puede demostrar si la gloria eterna existe o no, y la decepción en caso de que no exista se la lleva uno después de muerto, y no antes.
Sin embargo, el mito de la gloria en vida se desmonta durante la vida. Podríamos decir que la anestesia de los piropos y de las palmaditas en la espalda se pasa antes de tiempo. El fracaso y las consecuentes burlas y las chuflas en vida, esas sí que se hacen conscientes y se aparecen a los ojos y al corazón de uno como dolorosas y verdaderas.
¿Qué le sucederá en un futuro no muy lejano a una sociedad compuesta por millones de individuos frustrados, en su orgullo heridos, destrozados sus pechos de artista inflamados por las alabanzas y la tontería?. ¿Cuántos fantasmas pueden vagar por nuestras calles?.

Podría gritar, pero ya es tarde. Podría escribir aún más, podría coger la guitarra y pegar desde mi terraza cuatro gritos a la luna. Podría hacerlo, pero es tarde y mañana es martes.

Ya es tarde y mis vecinos podrían no oírme.

Por eso me contengo.