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La fotografía es el fin
Mario Muñoz Guerola
28/01/2008


La fotografía ofrece una evidencia irrefutable de que esa mujer, aquel nogal, este puente, ese grupo de soldados y aquel perro existieron, sin duda, pero nada nos dice del significado de su existencia. Jean Mohr explica que una fotografía detiene el flujo del tiempo en el que una vez existió el suceso fotografiado. Todas las fotografías son del pasado, no obstante en ellas un instante del pasado queda detenido de tal modo que, a diferencia de un pasado vivido, no puede nunca conducir al presente.

Toda imagen fotográfica nos presenta dos mensajes: un mensaje relativo al suceso fotografiado y otro relativo a un brusco golpe de discontinuidad. Entre el momento registrado y el momento presente en que miramos hay un abismo, la traumática discontinuidad creada por la ausencia o por la muerte.

      O´DONNELL, Joe, fotografía tomada tras los bombardeos del 6 de agosto de 1945 en Hiroshima

El retrato, por ejemplo, se halla inexorablemente ligado a la noción del tiempo y de la muerte. La fotografía recoge una interrupción del tiempo, un instante ya irrepetible, y pone de manifiesto la ausencia. Cuando volvemos a ver un retrato, a veces el sujeto ya no existe, pero su presencia sigue viva en la imagen. De ahí el enigma y misterio que emana, y la ilusión que genera el liberar a una persona de su condición de mortal, como han hecho los artistas, los pintores, los escultores, a lo largo de la historia.

Durante muchas décadas fue común la costumbre, sobre todo entre los pobres, de fotografiarse con los hijos pequeños recién fallecidos. De esa forma se aseguraba el paso a la memoria familiar. A veces se realizaban con la intención de darle la máxima naturalidad posible al niño yacente, como si estuviera durmiendo o descansando, tal como intentarían recordarla sus familiares en un deseo de negar la evidencia de la muerte.

En un retrato así hay muchos implicados, principalmente tres: fotógrafo, retratado y espectador. ¿Y quién es el retratado, el padre o el hijo? ¿Quién el muerto? Fotógrafo y retratado mueren en un tiempo relativamente próximo entre sí, mientras que el espectador es, en cierta manera, inmortal. Pero también están los demás elementos de la fotografía: los familiares, los presentes/ausentes, la muerte, el tiempo...

En las imágenes que obsevamos debajo de este párrafo, representan a niños muertos en el regazo y rodillas de sus padres, nos resulta difícil saber quién es el que está más muerto, más ausente, si el infante o quien lo sostiene, quizá por última vez en su vida. ¿Esto no es culto a la muerte, necrofilia?

Madre con su hija muerta. Lorca, 1870   RODRIGO:  Padre con su  hijo muerto.  Lorca, 1870   

Podríamos comparar las fotografías con momentos almacenados en la memoria. Pero mientras que las imágenes recordadas son el residuo de una experiencia continua, una fotografía aísla las apariencias de un instante inconexo. Como en la vida, el significado de las imágenes no es instantáneo. Tenemos que interpretar lo que vemos. Si observamos el muchacho de las fotografías nos parece joven, vital, atractivo, su apariencia y su gesto es de tranquilidad. Si vemos sus manos encadenadas, nos choca, nos hace preguntarnos qué habrá hecho. Si nos dicen que es Lewis Payne, uno de los asesinos del presidente norteamericano Lincoln, y que horas después sería ahorcado...

Nos sorprende saber que esas fotos son pasado, pero también futuro, son las últimas fotos de una persona viva que sabe perfectamente que poco después estará muerta. El fotógrafo lo mató antes y también lo inmortalizó.

A medida que pasaban los años se iban sucediendo vertiginosamente los nuevos descubrimientos técnicos y aplicaciones prácticas de los principios fotográficos a los campos de las ciencias experimentales. Cuando a principios del siglo XX comienza a utilizarse la radiografía como método de exploración del cuerpo humano, el impacto que producía en la gente la visión de su propio interior generaba tanta inquietud y temor en los profanos como sorpresa y expectación en los profesionales de la medicina. En 1924 Thomas Mann escribió La montaña mágica, una de las principales novelas del siglo. En ella describe las consecuencias que para el joven Hans Castorp tiene el verse enfrentado a la visión radiográfica de su propio cuerpo, se da cuenta de que contempla una imagen que no es ya la suya, sino el preludio de lo que será, la realidad de un cuerpo vulnerable, hecho de una materia que se descompone a cada minuto. Es el principio del acabamiento y la putrefacción, eliminando la carne para dejar subsistir únicamente la osamenta. Es la confirmación anticipada de la propia muerte, el anuncio de la tragedia por venir: ‘... y por primera vez en su vida comprendió que estaba destinado a morir’.

Las relaciones entre enfermedad y fotografía han ilustrado a menudo las novelas que tratan el tema del tiempo en relación con el ser humano. La vejez, la finitud, la mortalidad, luchan desde la aparición de la fotografía por mantener el aura mágica que habían tenido durante los siglos anteriores. Ahora aparece un medio por el que podremos congelar esos momentos. Siempre los enfermos habían tenido un estatus intermedio entre la vida y la muerte, entre la plenitud de la vida y su fin, permanecían ajenos al discurrir del tiempo, y en esto, fotografía y enfermedad discurren paralelas.

 Familia 1890 

En la enfermedad y en la fotografía se vive ausente y a la espera, no existen las nociones espacio-temporales y todo se vuelve relativo. Por ello, en las pocas ocasiones en las que se fotografía a enfermos, éstos nunca miran a la cámara. En cierta forma, saben que el disparo del fotógrafo los pasará definitivamente al almacén de los recuerdos, incluso en vida. En el caso de que se recuperen y vuelva otra vez a la vida, cada vez que miren la imagen de su postración no podrán evitar sentir un malestar, puesto que la fotografía de su dolor revela que están aquí prestados, en tiempo de descuento, resurrectos. En cierta manera la imagen revelada los ha matado ya.

Para la enfermedad y la fotografía sólo cuentan los límites y la presencia del cuerpo desgastado. Una presencia que hoy se nos presenta incómoda y obscena, si no es rodeada de los correspondientes afeites y eufemismos, al igual que ocurre con su pariente cercano la muerte, al igual que los otros márgenes de lo vital: locos, explotados, pobres, la tristeza.

Lo distinto y lo natural quedan bien en la cámara si se convierte en lo exótico, en la portada de National Geographic. Hace unos años hubo una gran polémica por el uso que hizo Oliviero Toscani de una fotografía -en la que se mostraba un enfermo de sida en fase terminal, junto a su familia- para anuncios publicitarios de Benetton. Lo que molestó no era tanto la crudeza de la imagen como la utilización del dolor ajeno para vender ropa, se dijo. En realidad lo que no se entiende es la muerte, lo natural de ese hecho, nuestra convivencia con ella.

La fotografía también ha cumplido la función simbólica de representar un acontecimiento histórico con la sola, desnuda e impresionante carga de una imagen, una instantánea que resume una tragedia. Es el caso de la foto de Robert Capa que representa el instante de la muerte de un miliciano en el frente de Cerro Muriano. Esa imagen conlleva, en sí misma, toda la carga histórica de la lucha encarnizada entre las distintas realidades de un mismo pueblo.

A pesar de que la guerra civil española ha generado polémicas, debates y ríos de tinta, esta fotografía ha quedado como un símbolo único, intemporal y universal de la catástrofe. Como se ha venido afirmando muchas veces desde entonces, la bala enemiga mató al miliciano, y el disparo del fotógrafo lo hizo inmortal.

CAPA, Robert, miliciano en el Cerro Muriano, Córdoba, el 5 de septiembre de 1936

Quizá uno de los casos más trágicos que demuestran de qué manera puede la fotografía cambiar nuestra propia historia personal sea el de Josep Pernau, decano del Colegio de Periodistas de Barcelona. Huérfano desde niño, descubrió la verdad sobre cómo había muerto su padre al visitar una exposición antológica del fotógrafo Agustí Centelles y ver por primera vez la imagen de su propia madre llorando al pie de su cadáver, tras el bombardeo de Lérida, el 2 de septiembre de 1937.

ANNEGARDE:  Mi mano protege  su memoriaEn muchas ocasiones las imágenes reveladas demuestran cosas, acontecimientos, hechos, actitudes, cumplen la función de notarios de la historia. Pero en otras la sola presencia de una imagen no muestra más que vestigios de lo que ha sido y ya nunca volverá a ser. La fotografía no es más que taxidermia social, el embalsamamiento de un momento y la disecación de la realidad. Borges comentaba que nadie muere realmente hasta que desaparece la última persona que conoció, tan intransitables son los caminos de la memoria personal.

Otra vez nos enfrentamos aquí a la doble muerte, la física y la real. La muerte física, al igual que en todas las expresiones religiosas y espirituales, no es más que un cambio de estado material, de lo vivo a lo inerte. La muerte real sucede cuando desaparecen los recuerdos, cuando todo vestigio de su paso por el mundo no es más que un nombre, una fecha, una fotografía, cosas que no remiten a nada en la memoria de nadie.

En Japón llaman hibakusha a los supervivientes de Hiroshima, ‘aquellos que han regresado del infierno’ o ‘los que han visto el infierno’. Ningún objetivo captará esos momentos de horror, ninguna novela puede narrar el fin del mundo, Gente buscando notas de familiares en una estación de tren. Alemania, 1945ninguna palabra alcanza a describir lo que han visto esos ojos.

Precisamente en esto reside una de las limitaciones de la fotografía como notaria de la historia, en su incapacidad para captar el espíritu. Gente mirando notas en las estaciones de tren de Alemania, gente buscando familiares tras la catástrofe de la guerra, gente que no sabemos si va o si viene, que sólo dispone de su mirada para reconocer un nombre, una letra, una dirección, una firma o un rostro. Sólo disponen de su mirada, y el fotógrafo los mira también.

Al igual que esos respetables ciudadanos alemanes de Buchenwald, obligados a mirar. A mirar y a contemplar lo que había sucedido cerca de sus casas, la muerte industrial, la planificación del exterminio, las montañas de cadáveres de judíos desnudos.

  Testigos alemanes tras  la apertura del campo de exterminio. Buchenwald, 1945  

Sentirse responsables, mirar, pensar. Estas fotografías observan la mirada, miran al que mira, son testigos de lo que sucedió y no deseamos que vuelva a pasar. No sabemos lo que ven, pero si sabemos lo que están pensando.