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Botero y la intensificación del yo
Daniel Pérez
16/11/2011


Como es muy sabido, para la corriente oficial del arte de nuestro tiempo, controlada por una frondosa burocracia de dispensadores de significados filosóficos, sociológicos, políticos o poéticos, vulgarmente conocidos como curadores, el sentido es algo pasado de moda.

Decepcionada de la claridad, hastiada del significado inteligible y presa de un voraz eclecticismo, la elite compuesta por las personas sofisticadas y sedientas de prestigio cultural que frecuentan las grandes ferias, museos y subastas de arte contemporáneo, desarrolló una intensa atracción por lo incomprensible.

Su concepción de lo actual, traspasada por un delirio de inminencia, no se complace sino con el misterio pleno y fecundo, que se abre a un ilimitado océano de interpretaciones y se prolonga en el misterio menor del ámbito sagrado, que convierte en arte todo lo que se coloca entre sus paredes.

Fernando Botero, Jesús encuentra a su madre, 2011 Fernando Botero, Los clavos, 2011 Fernando Botero, Entierro de Cristo, 2010

Como bien sabemos, puestos en la feria o el museo, los materiales primarios, productos industriales o nuevas tecnologías, tales como piedras, metales, televisores, programas de computación, alimentos envasados o zapatos ingresan en la misteriosa magia del arte y pasan a cumplir transitoriamente el papel de alegatos antisistema, reflexiones ecológicas, metáforas poéticas o investigaciones filosóficas.

De igual manera, y a tono con la ilimitada libertad y la multiplicidad de sentidos intercambiables que exige el espíritu de la época, la vertiente de lo creado por el artista, mancha, forma, trazo, texto o poema, debe eludir cuidadosamente los rasgos de lo explícito, para cumplir con el atributo de indefinición y de misterio que permitirá asignarles el significado provisto por el curador.

Pero afortunadamente, debido a la inabarcable complejidad y el enmarañado pluralismo del mundo real, y para disgusto de quienes se consideran propietarios del Verdadero y Único Arte de Nuestro Tiempo, en muchas regiones del planeta proliferan los artistas autónomos, naturalmente refractarios a integrar la dócil manada que obedece las instrucciones del sistema, y capaces de ignorar todo aquello que la sociedad considera apropiado o políticamente correcto, para concentrarse en sus propias necesidades y tensiones espirituales.

Fernando Botero, Jesús en el huerto de los olivos, 2011  Fernando Botero, Juegan la tunicade Jesus, 2011  Fernando Botero, Jesús Muerto, 2011

Más allá de la exquisita calidad de la realización y de las generosas cuotas de ternura e ironía que ha sabido destilar en su extenso repertorio de escenas costumbristas y anécdotas extraídas de la actualidad o de los ritos religiosos, como en el caso de su muestra en la Galería Marlborough de Nueva York, el condimento de Fernando Botero que me atrapa de manera irresistible reside en la intensificación del Yo, atributo responsable de su inconfundible originalidad artística.

Lejos de inducir el aislamiento del artista o de promover una irremediable incomunicación con el resto de la Humanidad, y dado que, como decía Montaigne, 'cada hombre lleva en sí la forma completa de la condición humana', el fenómeno de la intensificación del yo incentiva el acercamiento y la identificación emocional del espectador con el autor de la obra y profundiza los lazos espirituales entre los seres humanos.

Pero la autonomía o independencia espiritual es un factor que requiere una especial fortaleza, porque su conquista implica la capacidad de ignorar 'el que dirán' y dejar de lado la compulsión a complacer las demandas ajenas.

Fernando Botero,  mostrando sus dibujos sobre la Pasión de Cristo  Fernando Botero,  mostrando sus dibujos sobre la Pasión de Cristo  Fernando Botero,  mostrando sus dibujos sobre la Pasión de Cristo

La sensibilidad vuelta hacia el propio yo es el componente fundamental de las creaciones auténticamente originales, dotadas de la poderosa elocuencia que en el campo literario distingue, entre tantas obras inolvidables, a los Ensayos de Montaigne, las confesiones de Rousseau o las memorias de Chateaubriand y Benvenuto Cellini, todas ellas expresión de un Yo que se revela con ilimitada franqueza y expone las fantasías, los delirios y los temores de la condición humana, sin falsos pudores y sin el temor de caer en la trivialidad o de exponer las propias miserias y debilidades.

Lejos de suponer una barrera o un abismo que los separa de la sociedad, esa inmersión en el Yo logra el más extremo acercamiento que se pueda concebir entre los seres humanos.

En el ámbito de la pintura, la intensificación del yo es el rasgo generador de la inconfundible originalidad de Leonardo y Botticelli, Van Gogh y Frida Kahlo, Modigliani y Botero; de todo artista, en suma, que aspire a construir su propia estética con un lenguaje inteligible, conmovedor y perdurable, tan alejado de las recetas corporativas que pretenden regular la totalidad de la producción artística, como del espejismo del éxito inmediato que induce a complacerlas.

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